en el diamante pulido
de las gotas,
con la esperanza
de que tal sementera
procure la eclosión de sus fulgurantes vástagos.
Después, la tibieza del aire los acuna
con opulencia de seda,
con una melodía a contraluz,
y el rojo, hambriento de mundo,
asoma sus labios de amapola trémula.
Es el primogénito,
heredero de un linaje de sangre
que suscita los celos del azul y del añil,
dos caínes embozados con vellones.
El primero muestra su faz
de presunto querubín
y despliega alas mientras sonríe
(a todos engaña con su impostura). El otro lo secunda
con no menos acierto, velando sus pupilas
de abismo eléctrico.
El violeta, aunque dubitativo,
se une a la conjura,
renegando de la mitad de sus genes
y blandiendo el incienso de sus lavandas
—como un flagelo místico—
sobre la fraterna combadura bermeja.
El verde también se vincula a la misma entente,
pues vive en la creencia mesiánica
de que la salvación sólo es posible
aniquilando al opositor.
Mas los planes fratricidas
hallan resistencia en el amarillo,
que no desea confrontaciones
con el mayor de la camada,
con quien le une la alegría de las pavesas
que parlotean con lenguas de fuego.
De igual manera, el naranja apoya
a estos dos hermanos
a los que en tanto se asemeja,
pues, como ellos, es risueño y jaranero
y, como ellos, se apasiona y goza
y, como ellos, lleva la riqueza en el corazón
y no en el bolsillo.
Rojo, naranja, amarillo, verde, azul,
añil, violeta… todos paridos por el mismo vientre
de inmaculada azucena.
La noche, con sus ojos de pantera, acecha.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura: "La chica ciega" (1856), John Everett Millais. Birmingham Museum and Art Gallery