domingo, 14 de junio de 2009

ESTAMPA NAPOLITANA

01Cejijunto, de rostro atezado y mandíbula prognática, con el sombrero de fieltro negro calado hasta el límite de su angosta frente, y aquella verborrea de charlatán de feria que le caracterizaba, Tomassino Espósito se despedía de su esposa con mil y una palabras, como si le acongojase dejarla sola y condenada al mutismo más absoluto durante toda la jornada, puesto que el cielo no les había otorgado la bendición de una prole que la consolase con su compañía.

Había salido de su casa con el nacimiento de la aurora, cuando la bóveda celeste resplandecía tornasolada por el albor del día. Mientras pedaleaba a buen ritmo a lomos de su vieja bicicleta, entonaba una cancioncilla popular napolitana -Jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja', jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja'. Funiculí funiculá, funiculí funiculá, 'ncoppa jammo ja', funiculí funiculá - y a ratos fruncía el ceño al levantar la mirada hacia los cirros y cúmulos nubosos que, como caracolas rojizas, dibujaban estelas estriadas que rebrillaban con el áureo fulgor del astro rey.

Tomassino moraba en una humilde casucha de un pequeño pueblo de la Costa Amalfitana, un pueblecito colgado del acantilado y acunado por el arrullo de las amorosas olas del Tirreno. Su madre, natural de Positano, fue quien le introdujo en las sabias artes de la gastronomía tradicional. De ella, que de soltera había trabajado como cocinera para una de las familias nobles de la comarca, fue de quien heredó Tomassino su buen hacer ante los fogones.

Saludaba alegremente a cuanto vecino encontraba en el camino, y sonreía a la par que cantaba, aunque esto último a veces se lo dificultase el resuello. Era Tomassino un hombre jovial, cuyo físico poco agraciado no se correspondía con el encanto que emanaba de su alma, dotada de una afabilidad y una benignidad propias de las personas sencillas y bienintencionadas.

Tenía por costumbre santiguarse cuando avistaba el Vesubio en el horizonte, tras franquear la primera curva de la pedregosa pista por la que transitaba, a escasa distancia de su morada. Recordaba la violenta erupción que hacía pocos años había asolado poblaciones relativamente cercanas a la suya, justamente cuando todo parecía estar retornando a la calma, a la ansiada paz.
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Y también tenía siempre presente lo que su maestro, Don Vittorio Brizzi, le había explicado durante una de las contadas ocasiones en las que le había sido posible acudir a la escuela a lo largo de su infancia. Les había hablado, a él y a los demás niños, de los antiguos romanos, de unas gentes, antepasados suyos, que no vestían chaquetas ni pantalones, sino unas túnicas y unas togas blancas enrolladas alrededor del cuerpo, y que no cubrían sus testas con sombreros, sino que las lucían desnudas, como desnudas también retrataban a sus diosas y mujeres en increíbles y realistas esculturas, con aquella carnalidad lúbrica y lasciva que Tomassino había visto en unas ilustraciones y fotografías que su profesor les había mostrado y que, sin dar crédito a lo que sus ojos veían, le habían parecido lo más bonito del mundo, lo más deseable, aquella perfección que le hacía entonces anhelar crecer, hacerse mayor y conseguir como compañera una fémina con semejantes atributos.

Años más tarde, Tomassino se desengañó y comprobó que las muchachas hermosas de su pueblo, y las de los alrededores, elegían también a los mozos apuestos, o a los que podían mantenerlas y darles buena vida con sus haberes, y para él, feo y pobre como era, quedó, como única alternativa, una de las jóvenes menos atractivas del lugar. Pero no pareció importarle mucho, pues era su Concetta de carácter tan afectuoso y cordial como el suyo propio, y le colmaba de todas las atenciones y placeres que un hombre de su condición pudiera desear.

Cuando el maestro les habló de los romanos de antaño, de los que vestían togados, también les relató que allí cerca habían existido dos ciudades ricas y opulentas, y que un nefasto día, el volcán -cuya silueta ahora aparecía ante sí majestuosa, recortada sobre el firmamento rosa y oro- , se las había tragado, las había sepultado, enterradas vivas bajo un manto de lava y escombros incandescentes; y todas aquellas personas habían perecido de forma horrenda y cruel, sin que nada ni nadie pudiera salvarlas de una muerte segura.

Las elocuentes palabras del maestro impactaron en la mente pueril y frágil del Tomassino niño, y desde entonces experimentaba una extraña sensación de impotencia, de rabia incluso, cuando vislumbraba meramente el contorno del Vesubio, cuya visión se hacía omnipresente a lo largo de toda la bahía; ésta era para él una imagen cuasi demoníaca, perversa, maléfica...
03 Le dolían aquellos muertos de las antiguas "Pompeii" y "Herculaneum", o de "Oplontis" y "Stabiae", tanto como los de "San Sebastiano al Vesubio", "Massa di Somma" y "San Giorgio in Cremano", en donde había perdido conocidos, amigos y parientes lejanos. Se afligía por aquellas gentes de tiempos remotos como si fuesen sus abuelos o sus tíos, como si les hubiese conocido, y no podía por más que lamentarlo, y temer a las fuerzas de la naturaleza tanto como a las del Maligno.

Pese a los infaustos recuerdos e inquietudes que aquella montaña, sempiternamente orlada por los nimbos, le trajese a la memoria, Tomassino se reponía al instante, con la ingenuidad propia de las mentes cándidas y simples. Si bien no era absolutamente analfabeto, escribía y leía a duras penas, pues había ocupado buena parte de su niñez en ayudar a su progenitor y a sus hermanos mayores en las faenas del campo y de la pesca, y cuando no, se hallaba al lado de su "mamma", consagrado a los menesteres culinarios.

Pedalada tras pedalada, había llegado ya a la ciudad, a la misma hora de siempre, pues si de algo se jactaba Tomassino, era de su extremada puntualidad. Nápoles se erguía orgullosa de su pasado glorioso, soberbia e indiferente a la decadencia y al deterioro causados por el paulatino abandono y por la guerra que no hacía mucho se había librado entre sus calles. Todavía al doblar una esquina parecía resonar el eco de los taconazos de saludo de los alemanes o la musiquilla de una marcha militar fascista. Aún al anochecer, emergían de entre las sombras los fantasmas de soldados y oficiales, ora uniformados de pardo y ostentando brazales escarlata, estampados con esvásticas negras inscritas sobre círculos níveos, ora ataviados de negro y ornados con calaveras blancas, saludando a la romana a un Duce al que ya habían devorado los gusanos. Y parecían oírse también, en las noches de tormenta, en lontananza, como en un esperanzador sueño, los cañonazos con que ingleses y americanos anunciaron su llegada. Todo aquello, todo aquel confuso horror, se había sucedido apenas unos años antes, pero la huella indeleble que dejan la destrucción y la miseria, seguía arraigada de forma perenne en la conciencia de los lugareños, marcada a fuego en sus carnes y en las piedras horadadas de sus edificaciones: pequeños y grandes butrones que el tiempo no había aún logrado cicatrizar.

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Tomassino Espósito pasó por delante de la "Stazione Circumvesuviana", aquélla a la que arribaban los trenes que procedían de la Costa de Amalfi en la que él habitaba. Después llegó a la vasta "Piazza Garibaldi", y de allí tomó la "Via A. Poerio", para después perderse en el dédalo de callejas próximas al "Duomo" o catedral, y realizar algunas compras de productos frescos para los almuerzos y cenas que debía preparar. Los tímidos regatos que aún corrían por las calles eran paladinos indicios de que había llovido copiosamente durante la noche, pero se evaporarían enseguida, pues a pesar de ser todavía una hora temprana, el sol ya empezaba a calentar e incrementaría su viveza a medida que avanzase la mañana, puesto que ya estaba pronta a llegar la canícula.

Se detuvo en la "Via dei Tribunali" - vía esta que ocupaba el primigenio trazado del "Decumanus Maximus" romano - ante la "Pescheria La Sirena", regentada por su amiga Angelina, y compró varios pulpos de pequeño tamaño, que se conservaban vivos en baldes de hierro esmaltado llenos de agua de mar, al objeto de mantener su frescura y calidad. También adquirió hortalizas, algunas verduras, salami y un jamón de Parma, en la tienda de otro de sus amigos, Gianni Moscati, con el que conversó animadamente por espacio de breves minutos. Cargó las mercancías en el cesto de la bicicleta, y en un par de grandes bolsas de lona que hubo de llevar colgadas a ambos lados del manillar.
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Afortunadamente la carga no le incomodaba demasiado, pues ya no faltaba mucho para llegar a su destino. Pedaleó por la "Via del Duomo" en dirección norte hasta cruzar la "Via Luiggi Setembrini", y se plantó, raudo y veloz como una saeta, bajo la "Porta San Gennaro". Era ésta la más antigua de las puertas de la ciudad, mencionada ya en vetustos anales del año 928, cuando constituía el único punto de acceso a la muralla greco-romana desde la zona septentrional.

Con el tiempo, perdida ya la primitiva barbacana, la puerta había cambiado su fisonomía merced a numerosas reformas, y se trataba pues, de un arco que coronaba la calle que otrora conducía a las catacumbas del santo milagrero patrón de la urbe, cuya sangre, contenida en dos ampollas atesoradas en su capilla de la catedral, se licuaba dos veces al año, y de no hacerlo, presagiaba la llegada de calamitosos acontecimientos. La arcada mediaba ahora entre dos edificios enfrentados, como si de un puente tendido entre ambos se tratase. Una hornacina rectangular, centrada sobre la clave del arco, contenía una pintura al fresco representando a San Genaro arrodillado ante la majestad de Cristo.
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Al pie de la "Porta San Gennaro", a su izquierda, bajo un vetusto toldo de desvaídas franjas bermejas alternadas con otras de un blanco amarillento, se situaba la "Pizzeria di Vicenzo e Luciano", un modesto pero impoluto local de comidas. Allí era donde Tomassino ejercía como gran maestre indiscutible de ese sancta sanctorum que constituía su cocina.

Arrimó la bicicleta a una de las desconchadas paredes del inmueble y su pituitaria percibió el aroma a jabón de Marsella que emanaba de las inmaculadas sábanas que colgaban por doquier, suspendidas de una parte a otra del callejón, zarandeadas por la brisa y acariciadas por el sol, que las hacía relucir mostrando su níveo esplendor. Entró en la pizzería cargado con las bolsas y paquetes, y su jefe, Luciano, que ya se encontraba en el interior, ultimando los detalles para abrir al público, le saludó cortésmente.

- Hola Tomassino, ¡buen día! ¿Traes todo?

- Hola, Don Luciano - saludó a su vez Tomassino-, ¡buen día! Sí, creo que no falta nada. Haremos un buen menú, Don Mario quedará encantado, como siempre.

- Sí, sí, como siempre, como siempre. - Respondió su patrón con la sonrisa en los labios mientras desempolvaba unas botellas de "chianti".

Luciano Di Stefano había heredado el negocio que su padre Vicenzo había fundado en 1910, y en el cual Vicenzo se ocupaba también de la cocina, pero tras el fallecimiento de éste, y en vista de que él no estaba dotado para detentar tal cargo, tomó a Tomassino a su servicio por recomendación expresa de Don Mario Pagano.

Tomassino dejó todo en el almacén, colgó su raída chaqueta de pana y su sombrero negro, y se puso una casaca y un gorro de cocinero almidonados e impecablemente blancos. Entro en la cocina, donde sus dos ayudantes, Gaetano y Michele, le esperaban, y les transmitió un jovial saludo.

- Hola, ¿cómo va todo? ¿Preparados para encarar bien el día?

- Sí, - le contestaron ellos al unísono - lo que tú digas, jefe.

Gaetano Parisi era un joven desgalichado, de cara larguirucha y macilenta dominada por una descomunal nariz aguileña, pero obediente y bien dispuesto para el trabajo. Michele Schialfa también era un muchacho hacendoso y servicial, pero, a diferencia de Gaetano, era de complexión fuerte y bien formado, de espaldas anchas y proporcionadas, como también lo eran sus facciones, viriles y hermosas: los ojos negros, grandes y almendrados, la boca de firme trazo, de gruesos labios bien delineados... Por él suspiraban de amor las féminas de medio vecindario.
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Transcurrió la mañana entre bromas y chistes hilarantes, como era habitual entre Tomassino y sus pinches, elaborando pasta fresca, masa para las pizzas, salsa de tomate, pesto, guisando las verduras y legumbres para la minestrina, preparando los pulpitos para servir de antipasto, lonchando el prosciutto o jamón, y el salami, para incorporarlos a los diversos platos...

Y en esto llegó la hora del almuerzo y la clientela ya atestaba el comedor, e incluso la espaciosa terraza que se ubicaba frente a las portadas abiertas del restaurante y de la cocina. Luciano, el propietario, corría febrilmente de un lado a otro, ayudado por su esposa Claudia y su hija Silvana, que habían bajado, para tal fin, del apartamento que ocupaban en la planta primera del edificio; y entre los tres no daban abasto a servir las mesas. A veces era el propio Tomassino quien, saliendo por la puerta de la cocina, que daba directamente a la calle, y cuyas dos hojas permanecían siempre abiertas mostrando el interior de la misma, oficiaba de ocasional camarero portando una deliciosa pizza o un plato de humeante pasta.
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Fue así como había visto por vez primera a su ángel. En aquella ocasión venía también del brazo de su madre, y ambas tomaron asiento ante la misma mesa que ahora ocupaban, justo a la derecha de uno de los batientes de la portada de la cocina. Siempre se instalaban en la misma mesa de hallarla disponible, con un ritual que solían repetir en cada una de sus visitas: la madre, una robusta y corpulenta mujerona, se sentaba primero, y seguidamente lo hacía la hija, que nada parecía haber heredado de ella, puesto que era grácil y esbelta cual cimbreante mimbre. La madre se despojaba del sombrero, desprendiendo previamente los alfileres que lo sujetaban a su pelo, y después le quitaba el de la hija, para, seguidamente, soltarle la frondosa cabellera sobre los hombros. La joven poseía un cabello ondulado y centelleante como una noche estrellada, de un profundo color ébano, que contrastaba vivamente con su rostro pálido y frágil, de una piel que ni la más fina seda de Oriente pudiera rivalizar en suavidad y tersura. Los enormes ojos rasgados, de felina mirada, los labios carnosos, sensuales, rojos como cerezas frescas y húmedas; y cuando sonreía, mostraba el marfil de sus dientes tan regulares, tan bien alineados, tan perfectos como los de los anuncios de dentífricos de los periódicos.

Y eso era lo que más le gustaba a Tomassino, verla sonreír, por eso procuraba servir él personalmente su mesa, y dedicarle también sonrisas con cada plato que le llevaba, para obtener a cambio una de las sonrisas que ella tímidamente esbozaba, un mohín, cualquier cosa, incluso quedarse extasiado admirando su inconmensurable belleza virginal y escurrir furtivamente la mirada, henchida de deseo, por entre el escote de ella, imaginando la rotundidad de sus formas, el buen tamaño de los mullidos pechos que los vestidos de livianas telas, tan ceñidos a su estilizado talle, permitían adivinar; la tonalidad y el perfil de sus ansiados pezones, que Tomassino imaginaba oscuros y sabrosos como el chocolate, y erectos como puñales que se clavaban en su cerebro con libidinosa furia, y le provocaban una lubricidad extrema, y descender, descender... ora vertiginosamente... ora con un vaivén cadencioso... entre espasmos de placer, hasta el abismo... hasta el infierno en que se abrasaría de amor e ígnea pasión por aquel ángel puro, su ángel, su niña...
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Tomassino recordaba entre suspiros, que ya aquella primera vez que sus ojos tuvieron la dicha de encontrarla, se prendó como un poseso de su hermosura, y apartó de su mente la imagen de su esposa Concetta, que era, en lo tocante al físico, la antítesis de esta muchacha. Si la una, Concetta, era burda y tosca, la otra, su ángel, era de una finura sin parangón alguno, delicada como una flor, como una mariposa que al batir las alas le sedujese con su irresistible embrujo, y se pertrechara en lo más recóndito de su corazón. Ya entonces también la comparó con una de aquellas Venus marmóreas que su maestro, Don Vittorio, le enseñase en las fotografías de las enciclopedias al uso, de senos plenos y llenos, y de sexos impúdicamente descubiertos, prestos a ser palpados y poseídos con deleite, con fruición y complacencia, como se degusta un jugoso y dulce higo maduro. Así la deseaba Tomassino, así, con el ardor de un macho cabrío, pero también observaba un cierto melindre, como si tuviese miedo de dañar a aquel ser casi etéreo, a profanar su naturaleza cuasi divina.

Sabía que no era para él, lo sabía, no poseía apenas cultura ni instrucción, pero comprendía el alcance de sus limitaciones. Y además, se había establecido una feroz competencia entre sus compañeros, aun cuando éstos fuesen sus subordinados. Tanto Gaetano como Michele eran más jóvenes que él, e incluso el feucho y desgarbado Gaetano podría ser considerado un galán a su lado, y no digamos Michele, con su apostura y gallardía a flor de piel, y su experta manera de conquistar a las mujeres. De hecho, Michele no le quitaba el ojo a su á10ngel en cuanto la veía aparecer, y procuraba pavonearse ante ella, en la terraza, siempre que podía. Menos mal que él llevaba el mando de la cocina, y cuando veía a su amada, les imponía tareas a sus pinches para mantenerles entretenidos y alejados lo más posible de la joven.

A veces, Tomassino, que no había conocido nunca antes el amor, a pesar de estar desposado con su Concetta, a quien quería mucho, sin duda, pero por quien no sentía ni había sentido jamás pasión amorosa alguna, pronunciaba mentalmente el nombre de su niña: Sofía. Se llamaba así: Sofía. Desconocía su apellido, cómo se llamaba su oronda progenitora o dónde vivía, pero sabía eso: su nombre, su adorable nombre, lo conocía de labios de la madre de su ángel. Sofía, Sofía, Sofía -se repetía-, y no había para él palabra más sonora y almibarada, ni bálsamo más lenitivo. Las sílabas tintineaban en sus oídos cual monedas de plata cuando las vocalizaba en voz alta, embelesado, arrebatado con el recuerdo de su hurí de ojos y cabellos zaínos, de su idolatrada diosa sureña.

Y ella, su Sofía, se hallaba ahora allí, sentada sobre el borde de la silla, con el tronco y el cuello maravillosamente erguidos, en aquella postura tan elegante y afectada que solía adoptar, mientras su madre interrogaba a Don Luciano sobre las novedades culinarias del día. Tomassino la observaba de soslayo, encandilándose cada vez más con su candorosa y refinada imagen de cisne. Él intuía, sabía, que tras su altiva apariencia se escondía la candidez de una vestal carente de máculas.

Don Luciano tomó nota del pedido de la mesa tres, de la mesa de Sofía, y se la pasó a Tomassino, quien se dispuso a realizar los platos encargados como si la vida le fuera en ello. Sirvió unos antipasti en las fuentes más bonitas con que contaba la vajilla del restaurante, y los decoró con esmero para mayor agrado de su amada. La hija de Don Luciano, Silvana, una joven rubicunda y vigorosa, intentó llevarlos a la mesa de Sofía no sin antes forcejear con Tomassino y ganar éste la disputa.
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Salía Tomassino portando una bandeja con los antipasti variados para Sofía, cuando vio llegar y tomar asiento, ante la mesa dos de la terraza, a Don Mario Pagano, el hombre a quien él y su familia tanto debían. Era éste un varón de mediana edad, de cabellos entrecanos y porte distinguido, alto, delgado, y vestido con un traje negro entreverado con finas rayas blancas. Una camisa de seda, la corbata negra y el sombrero de fieltro, también negro, le aportaban un donaire difícil de superar por los presentes. Le acompañaban sus dos hombres de confianza, fornidos, hercúleos, luciendo indumentarias casi tan exquisitas como la suya.

El dueño de la pizzería, Don Luciano, se apresuró a retirarles las sillas en un gesto de estudiado servilismo, mientras sonreía parca y nerviosamente. Tomassino les saludó, asimismo, con otra sonrisa que más bien semejaba una mueca, y con un leve movimiento de cabeza de signo afirmativo. Estaba habituado a recibir a Don Mario a diario, pero no por ello se aclimataba a aquel ambiente de tensión que permanecía latente mientras Don Mario y sus gángsteres continuasen allí.

Don Mario Pagano era un capo de la Camorra, oriundo de Boscoreale, que se había enseñoreado con el control del contrabando y todo el tráfico de índole delictivo de la ciudad. Había pocos clanes que se atreviesen a hacerle frente, de hecho, él era en aquellos momentos el dueño y señor de Nápoles. Aún así, Don Mario se mantenía fiel a su pasado, y pese a su altanería y arrogancia, frecuentaba la humilde pizzería donde su padre, un indigente pobre de solemnidad, había obtenido tantas y tantas refacciones gratuitas por mor del piadoso corazón de Vicenzo di Stefano, el malogrado ascendiente de Don Luciano.

Don Mario, como de costumbre, pidió una botella de "Lachryma Christi" mientras hojeaba el papel que, a modo de carta, presentaba el escueto, pero sabroso, menú que la pizzería ofertaba para el día. La joven Silvana le escanció el vino en una copa de cristal de Bohemia, de la cristalería que se utilizaba para uso exclusivo suyo. A Don Mario, acostumbrado a ver mujeres hermosas, le agradaba que le sirviese las viandas Silvana, la risueña hija de Don Luciano. Le gustaban las muchachas vivarachas, y Silvana lo era, sin lugar a dudas, y además poseía un gran atractivo sexual: era una jovencita pelirroja de caderas anchas, nalgas prominentes, y sus senos, rotundos y firmes, se bamboleaban arriba y abajo al compás de sus movimientos. Cuando Silvana se acercaba con las manos ocupadas por platos y bandejas, él, pícaramente, aprovechaba a pellizcarla en el trasero, cuidando de que el padre de la chica no le viese para no afrentarle, y cada vez que ella se inclinaba sobre la mesa para servirle, deslizaba los ojos, sin la menor pudicia, por la abertura de la blusa de la muchacha, acertando a vislumbrar, a veces, un travieso pezón que se moviese libre de la atadura de  sostén alguno, por entre la vaporosa tela.
Don Mario les hacía guiños de complicidad a sus matones sobre la ingenua adolescente, entre bromas veladas y risotadas que denotaba13n su deseo por poseer y desflorar a la púber. Sólo había algo que refrenaba los más bajos instintos de aquel hombre que manejaba también el negocio de la prostitución de toda la urbe, y ese algo era la gratitud que le adeudaba a la familia de Don Luciano por el trato tan humanitario que le habían proporcionado a su progenitor cuando éste más lo necesitaba.

Quizás por eso Don Mario se había apercibido de la presencia de aquella otra joven tan bella que, desde hacía unos días, almorzaba en la mesa contigua acompañando a una gruesa señora. Se había fijado en el refinamiento de sus modales a la hora de sujetar los cubiertos, en su mesura para hablar, y en la timidez de la que hacía gala cuando sus miradas se cruzaban. Y cuando esto sucedía, cuando sus ojos encontraban los de ella, se sentía un león atrapando a su gacela, le daba caza una y otra vez, y la despedazaba a besos y a mordiscos, e imaginaba la sangre roja e hirviente de ella manando a borbotones y tintando de carmesí su tez de ninfa. Sólo mirarla, sólo atisbar su egregia efigie de casta diva, y el corazón se le salía por la boca de deseo contenido. Don Mario Pagano, aquél que esclavizaba a cientos de mujeres napolitanas, había caído también rendido ante el fascinante hechizo de Sofía.
12El capo alzó su copa en señal de saludo hacia Sofía y su madre, y el sol, que había llegado ya a su cénit, traspasó, con sus centelleantes rayos, una rendija abierta en la lona del entoldado, y alcanzó el "Lachryma Christi", irradiando los destellos y tonalidades propios de un rutilante rubí facetado. La madre de Sofía asintió con gratitud ante semejante gesto, y Don Mario se dirigió a ellas con magistral oratoria:

- ¿Saben, señoras mías, que éste es un vino único en el universo?-, les espetó, alzando la voz, no sin cierta petulancia -. Una antigua leyenda asegura que el diablo se llevó un trozo del cielo y que después lo dejó caer aquí, en Nápoles, al pie del mismo Vesubio. Y cuando Jesús, nuestro Señor, supo del hurto de Lucifer, no pudo por menos que llorar, y sus benditas lágrimas, las lágrimas de Cristo, cayeron sobre nuestra bienaventurada tierra, y de ella brotaron las cepas que dieron origen al vino. Éste, señoras, es el mejor y el más antiguo de los vinos del mundo, paladearlo es un privilegio reservado sólo a muy pocos.

Y tras concluir su discurso, hizo traer una botella del mismo caldo para la mesa de las dos mujeres. Se trataba de un "Mastroberardino", de una reserva especial, que Don Luciano atesoraba como oro en paño, en el fondo de su bodega.

La madre de Sofía se mostró sorprendida y muy agradecida por el singular obsequio, y la hermosa joven bajó la cabeza, ruborizada y turbada ante la insolente mirada de Don Mario, que la desnudaba en cuerpo y alma inspeccionando minuciosamente cada detalle, cada poro de su piel. No pudiendo resistir el examen ocular del que estaba siendo objeto, Sofía se levanto y se dirigió al lavabo, con el ánimo de refrescarse la cara, que le ardía de vergüenza, y escapar a tan embarazosa situación.
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No bien se hubo levantado, y los ojos de Don Mario y sus secuaces la siguieron, recorriendo con desmedido atrevimiento, la curvatura de sus prietos glúteos y de sus ondulantes caderas, que se contoneaban, sin proponérselo, cada vez que sus largas piernas avanzaban un paso encaramadas sobre aquellos elevados tacones. Y escrutaban también, sin la menor conmiseración, incluso las costuras posteriores de sus sedosas medias negras, que tremolaban oscilantes, como dos sierpes encantadas, al ritmo de su acompasado caminar. Los tres malhechores la deseaban con vehemencia, como la deseaba cada hombre que se cruzaba en su camino. Sofía no podía dejar indiferente a nadie, poseía el don de la belleza en grado superlativo, y era ese don una cualidad más propia de las deidades que poblaban los paraísos celestiales, que del común de los mortales.

Don Mario daba buena cuenta de un plato de "tortiglioni con rraù napoletano", regado abundantemente por su "Mastroberardino" preferido, mientras sus dos guardaespaldas le acompañaban, ahora silentes, escudriñando pausadamente, desde sus asientos, cada rincón de la calleja, en busca de un posible peligro. Uno de ellos, Giuseppe De Palma, un hombre joven, pero de apariencia ligeramente avejentada por sus duros y adustos rasgos faciales, extrajo un pañuelo del bolsillo de su americana y procedió a secarse el sudor que se le escurría por la frente a causa del considerable calor del mediodía. Don Mario se percató de la perentoria necesidad que tenían sus sicarios de reponer líquidos, y con una actitud generosa, impropia de él en situaciones similares, requirió a la ingenua y campechana Silvana, para que les sirviese una jarra de agua fresca.

- Mocita, tráeles a éstos agüita clara, anda, que se me van a resecar con tanta sudoración -. Dijo vociferando, como buen napolitano, a la par que soltaba una sardónica carcajada.

- Si, Don Mario, como usted mande, ahora mismo se la traigo-. Respondió sumisa la chica, emprendiendo una carrerilla hasta la cocina.

Entretanto, la madre de Sofía departía con Don Luciano sobre el origen de la Puerta de San Genaro, que tenían tras de ellos a modo de teatral decorado. Ella parecía ser una erudita en la materia, no en vano le recalcó al hostelero que su malogrado cónyuge había sido profesor universitario de Historia Antigua, y que de él había adquirido ella algunos de esos significativos conocimientos.

- No, no, Don Luciano, esta puerta ya estaba ahí en la época de la Roma Imperial, hombre, si lo sabré yo, y mucho antes también, que no me lo habrá relatado mi querido marido, que en gloria esté el pobrecito, pocas veces -. Repuso la gruesa señora con aires de sabihonda-. Lo que sí, que no tenía el aspecto que usted ve ahora, eso por supuesto, cada época le ha ido añadiendo unas cosas y restándole otras.

- Bueno, bueno, señora, si usted lo dice será verdad, no lo dudo-. Le confirmó el restaurador sin demasiadas ganas de discutir sobre el tema.
Tomassino, ensimismado en sus quehaceres, aliñaba con una aromática albahaca las dos pizzas que Sofía y su madre habían pedido como primer plato, y ya se disponía a colocarlas sobre su brazo izquierdo para salir a servirlas a la mesa de su amada, cuando escuchó el fiero y atronador rugido de una motocicleta acercándose. Sin saber a ciencia cierta el porqué, se quedó paralizado durante unos instantes, como si un turbio presentimiento se cerniese sobre él y le impidiese mover un solo músculo.

En aquel momento la bella Sofía, que ya había recobrado la serenidad gracias a unas refrescantes abluciones, y presentaba de nuevo una expresión digna y sosegada, regresaba a la mesa de la terraza, si bien nadie reparó en su presencia, pues toda la concurrencia se había vuelto, instintivamente, hacia la ruidosa moto que se acercaba, acelerando cada vez más, hasta que se detuvo delante de la pizzería durante unos segundos. Entonces se oyó el seco tabletear de una ametralladora, sin que casi nadie pudiese reaccionar de manera alguna.
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Tomassino, en un rápido acto reflejo, se echó al suelo, y desde su posición pudo ver cómo volaban por el aire los enseres, el menaje y las vituallas de su cocina, todos ellos despedazados, hechos añicos, entre una atmósfera de polvo y confusión. Cuando hubo cesado el fragor de los disparos, y escuchó alejarse la motocicleta, se levantó y salió, aturdido y dando tumbos, al exterior.

Lo que contempló fue una escena dantesca, la más atroz de las pesadillas: todos los comensales de la terraza se hallaban muertos o malheridos; también la balasera había alcanzado a muchos de los que se encontraban en el comedor interior, y a sus dos ayudantes, si bien estos últimos no daban muestras de que su estado revistiese gravedad. Los gritos de espanto iniciales habían cedido su puesto a los lamentos y gemidos quejumbrosos de los que aún permanecían vivos. Podía escuchar con nitidez el afligido sollozo de una mujer que lloraba a su esposo inerte como una apesadumbrada plañidera.

Don Mario y sus dos acólitos yacían muertos, sin ningún tipo de duda, sobre la mesa y las sillas, descolgados en posturas inimaginables, con las cabezas destrozadas por las balas, y bañados en ríos de sangre. Uno de los esbirros había echado mano de su arma corta, una pistola que Tomassino reconoció como una Parabellum o Luger alemana, pero no parecía que hubiese tenido ni tan siquiera tiempo de disparar, y se había quedado aferrado a ella, con el índice a punto de apretar el gatillo.
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Tomassino no les prestó demasiada atención a Don Mario y a los suyos, y avanzó como pudo, tropezando con otra pistola que se les había caído al suelo, esta vez se trataba de una Beretta. Continuó sorteando el mobiliario destrozado, ensangrentado y cubierto de fragmentos de loza, vidrio y los restos de lo que, hasta hacía unos instantes, habían sido suculentos manjares, y se encontró con el voluminoso cadáver de la madre de Sofía. Era más que evidente que la vida ya la había abandonado, puesto que yacía, desmadejada, en posición de decúbito supino, con un rictus mortal y numerosas heridas incisas en el cráneo y en el tórax, producidas por el impacto de las balas. A su lado yacían también los cuerpos de Don Luciano y de su hija Silvana, él tendido en decúbito prono, y la muchacha sobre uno de sus costados, con la taheña melena cubriéndole compasivamente la cara. Apenas si les miró, dado que empleó las escasas energías que parecían quedarle, en dar con el paradero de su amor. No hubo de buscar en exceso, pues la joven se hallaba medio oculta por el mantel de una mesa, a dos o tres palmos de su antecesora; tan sólo sus piernas, con las medias de seda desgarradas a jirones, asomaban por entre la tela de lino repleta de trozos de cristal y lamparones de salsa de tomate, vino, y diversas sustancias ahora irreconocibles. Tomassino apartó como pudo toda aquella repugnante mezcolanza, y retiró parte de la mantelería a un lado.

Comprobó que la ajustada falda de Sofía se había rasgado por su abertura lateral, dejando al descubierto su ropa interior, una pantaleta de crespón rosa, rematada por candorosas puntillas que delineaban dulcemente sus delicadas caderas, su vientre de doncella, apenas abultado, y la convexidad, largamente deseada, de su monte de Venus. Deslizándose sobre sus muslos de sirena, hacían aparición los ligueros negros, ribeteados por sinuosos encajes que despertarían la pasión más encendida en cuantos ojos masculinos tuviesen la suerte de contemplarlos. Empero ya no había pasión que despertar al verla en aquel lastimoso estado, y el pobre Tomassino se apresuró a cubrir las adoradas extremidades, a fin de preservar de la vista ajena, pudorosamente, sus más íntimos tesoros. Y fue en ese momento, cuando utilizó para ello el mantel que hasta entonces le tapaba el torso y el rostro, cuando pudo apreciar que su Sofía aún conservaba la vida. Respiraba con extrema dificultad, eso sí, pero respiraba al fin. Se acerco a su dulce faz y la vio muy pálida, con aquellos ojos enormes abiertos como platos, y la vista perdida en un incierto punto del infinito. Escuchó entonces un leve jadeo que provenía de su garganta. Un hilillo de sangre le corría perpendicular a su barbilla desde la comisura izquierda de la boca, y ésta se abría, una y otra vez, de modo inmisericorde, intentando en vano captar el oxígeno del aire. Al verla, se le antojó un pececillo tratando de respirar fuera del agua, con sus voluptuosos labios abiertos como la valva de la que había nacido la mismísima Afrodita.

Tomassino acercó, por vez primera, su boca a la de su amada, y la besó dilatadamente mientras las babas, que rezumaban con profusión de su cavidad bucal, merced al llanto, y las abrasadoras lágrimas, que resbalaban a raudales por sus curtidas mejillas, se entremezclaban formando un fluido viscoso del cual emanaba todo el desconsuelo del mundo. Su semblante, fruncido y contraído por el dolor, se mostraba más deforme que nunca, y contrastaba con la belleza preternatural de la muchacha, que agonizaba a su lado con una herida abierta sobre el pecho izquierdo, de la cual brotaba la sangre a borbotones, dejando un reguero que teñía de púrpura las losas de la acera.
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Acertó a balbucear unas palabras de amor que Sofía ya no pudo discernir, pues en ese momento la oscuridad de la muerte se abatió sobre ella, apagando para siempre el penetrante brillo de su mirada, y Tomassino, consciente del fin de su amada, descorazonado, profirió un lastimero alarido que rasgó el cielo con su aguda intensidad. Con los ojos empañados por el incesante fluir de las lágrimas, hizo acopio de sus últimas fuerzas y pretendió levantar en brazos el cuerpo laxo y deslavazado de su Sofía, pero nada más intentarlo, cayó a plomo hincando sus rodillas sobre el duro pavimento, y soltando, muy a su pesar, la preciada carga. Acto seguido, una horrible punzada lacerante le atenazó el flanco derecho; se llevó a él la diestra, y cuando la vio totalmente ensangrentada, se le nubló la vista y la cabeza comenzó a darle vueltas; todo giraba y giraba en torno a un eje imaginario, se sentía tan mareado que apenas podía conservar la conciencia. Su tronco se dobló bruscamente por la cintura, hacia delante, como el árbol talado por el hacha del impío leñador, y su testa rebotó sobre el tierno lecho que conformaba el talle de su amada, aquel talle de mirto tan puro como las azucenas...

Tomassino Espósito cerró lentamente los párpados y se dispuso a dormir el sueño eterno. Mientras se sumía en la profundidad de las tinieblas, con la cabeza recostada sobre el regazo de su angelical Sofía, le pareció percibir, proveniente de algún ignoto confín, el alegre sonido de una canción napolitana: Jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja', jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja'. Funiculí funiculá, funiculí funiculá, 'ncoppa jammo ja', funiculí funiculá...
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Fotografías de Nápoles, su Museo Arqueológico Nacional, el Área Vesubiana y los Museos Vaticanos del estado homónimo, realizadas por Mayte Dalianegra. Exentas de copyright, son susceptibles de ser descargadas.

Se adjunta vídeo de Youtube con la canción popular napolitana "Funiculí Funiculá", interpretada por el tristemente desaparecido Luciano Pavarotti. 

viernes, 12 de junio de 2009

EMPERATRIZ DEL MUNDO (Imperatrix Mundi)

JULIA MAESA
Su mirada se quedó clavada en la pulpa de aquel higo que acababa de abrir con pulso trémulo. Sus uñas, largas y ligeramente corvas, amarilleadas por el tiempo, se habían ensuciado con el dulce y viscoso jugo de la fruta, y el interior de ésta, con sus vellosidades carmesíes, le recordó la masa sanguinolenta en que aquella ominosa Guardia Pretoriana había convertido a la carne de su carne, si bien sabía que era un mal necesario que ella misma, muy a su pesar, había propiciado.

Soltó el fruto con desdén y éste se estrelló contra el pavimento, quedándose adherido parcialmente a él, tal era su grado de madurez. Julia levantó la vista durante unos segundos para fijarse en el esclavo sumiller que se acercaba presto a rellenar su áurea copa. De modo casi inconsciente le hizo un gesto negativo meneando la cabeza y, entornando lentamente los párpados, volvió a ensimismarse en el higo reventado contra el marmóreo solado. Ahí estaba él, fútil, insignificante, derramando su fragante néctar sobre el "opus sectile" verde y grana de perfecta y armónica geometría.

JULIA MAESA MONEDA
Rememoró entonces las idílicas imágenes de los tiempos felices, cuando sus hijas, las dos Julias, aún eran pequeñas y su marido, Julio Avito, todavía no había alcanzado el rango de cónsul y ejercía de esposo y padre afectuoso. Qué hermosas eran sus niñas, cuánta vitalidad había en aquellas pequeñuelas vivarachas y traviesas que correteaban arriba y abajo por las amplias estancias de su suntuosa “domus” romana. Cómo añoraba también su casa natal de Emesa, en Siria, una villa suburbana tan luminosa, tan clara…y sobre todo, aquel mosaico tan primoroso que su padre, Julio Bassiano, había encargado a unos afamados artesanos, oriundos de Cartago, para decorar el triclinium familiar. El motivo central, con la diosa Anfitrite cabalgando sobre un delfín, se mantenía vivo en su memoria como tantos y tantos recuerdos de tiempos en los que la paz y la calma no hacían presagiar el intenso y azaroso ajetreo con que se desarrollaría su ulterior existencia. Cuán deliciosa era aquella vida provinciana, sencilla y campechana, desprovista del fasto mundano de la matrona imperial en la que se había convertido por méritos propios.

511 - Túnez, Museo Nacional del Bardo. Sala de los Mosaicos Marinos. Mosaico poligonal representando a Anfitrite rodeada de craturas marinas. Cartago, s. IV d. C.
La luz asiática que la vio crecer se cubrió de sombras en su mente, cuando recordó momentos más infaustos: la conspiración que hubo de llevar a cabo para terminar de una vez por todas con las excentricidades de su nieto, que a punto estuvieron de llevar a su familia y a todo el Imperio a la bancarrota. No podía permitirlo, por más que amase a su descendiente, un bello efebo que había perdido el norte.

—El pobrecito no sabía lo que quería, tanto poder a tan temprana edad lo había trastornado— se decía. Pero lo peor de todo era su cabezonería, era tan testarudo que se obcecaba en aquellos rituales religiosos absurdos. ¡Pero si ya nadie podía rendir culto a ninguna deidad más que a él y a su dichoso Deus Sol Invictus!
HELIOGÁBALO
Ella misma había adorado a esta divinidad exótica, demiurgo de su ciudad, Emesa, cuando aún portaba su nombre original: El Gabal. Pero su nieto había llevado las cosas a extremos insospechados, no sólo se había autoproclamado sumo sacerdote de la nueva religión, sino que subyugaba a todo el Imperio con el culto exclusivo a este dios solar. Y ella sabía que eso estaba generando antipatías contra su persona y, por ende, contra su dinastía.

—Todo el día con esas estupideces— se repetía. Y mi hija Julia Soemia también le apoyaba en sus extravagancias y locuras, hasta en sus orgías multitudinarias le seguía, cosa nunca vista desde los tiempos del depravado Calígula. Madre e hijo eran tal para cual. ¿Acaso yo, y sólo yo, soy la única persona sensata y cabal de esta familia? ¿Por que no han heredado ellos mi inteligencia y mis dotes para la política y los asuntos de estado, por qué?- se preguntaba una y otra vez.

Ni qué decir de la antipatía que sentía por las esposas y amantes que su nieto se había echado: la vestal, con el escándalo y las repercusiones, a todos los niveles, que supusieron sus primeras nupcias con ella, la viuda, el auriga, el atleta…y tantos y tantos otros amantes ocasionales a los que el emperador Heliogábalo, convenientemente maquillado cual fémina y envuelto en sedas que prontamente hacía caer a sus pies, entregaba su cuerpo noche tras noche, a veces incluso a cambio de unos miserables denarios, como si de una meretriz barata se tratase. La ridiculez a la que llegaba aquel degenerado adolescente no tenía límites, así como tampoco los tenía su crueldad, la cual alcanzaba las cotas más elevadas precisamente cuando intentaba hacerse el simpático, el gracioso, e invitaba a cuanto patricio se le cruzaba en el camino a banquetes donde los manjares que se servían contenían excrementos o insectos ponzoñosos o cuando no, los asfixiaba con el dulce aroma de millones de pétalos de rosas y violetas vertidos sobre ellos.
Las Rosas de Heliogábalo, Sir Lawrence Alma-Tadema, 1888
—¿Cómo podían ser tan diferentes mis dos nietos? ¿Por qué Vario era el polo opuesto de Alejandro, en virtud de qué diferían tanto?— volvía a interrogarse la abuela.

Vario Avito, que tomaría el nombre de Marco Aurelio Antonino, para posteriormente mutarlo por Heliogábalo, era un muchacho alocado, mercurial y amoral, que gozaba con escandalizar al pueblo y al senado con sus costumbres licenciosas, con su bisexualidad desinhibida y desenfrenada y lo peor de todo: escapaba al control de su yaya, a su dominio, ya no había manera de hacerle entrar en razón respecto a cualquier tema sugerido por la matriarca del clan. Era demasiado independiente y libertino. Roma ya no le aceptaba como su Imperator Caesar Augustus y su abuela Julia Maesa tampoco. Sin embargo, su primo Alejandro Bassiano, entronizado después como Marco Aurelio Severo Alejandro (aunque más conocido como Alejandro Severo) era justo lo contrario, de carácter afable y pacífico, era su docilidad la característica por la que su abuela había vuelto sus ojos hacia él.

250px-Alexander_severus
—Sí, sin lugar a dudas, mi decisión ha sido la correcta— se decía para sus adentros Julia Maesa mientras asentía con la cabeza sin darse cuenta.

Intentaba alejar de sí los fantasmas de la duda y el remordimiento. Ella había instigado aquel complot para derrocar a su díscolo nieto Heliogábalo y sustituirle por Alejandro, a todas luces más sumiso y obediente. Pero, aún así, no esperaba un final tan trágico y cruento. Aquello se le había escapado de las manos, aunque no era culpa suya, no, no lo era - insistía en su fuero interno - los causantes del crimen eran los pretorios responsables de la matanza. Ellos y sólo ellos eran los culpables, ella no había hecho más que lo que consideraba un bien para Roma y para su dinastía: los Severos. El sacrificio de los suyos era justo y necesario, pero ensañarse así con los cadáveres ya lo consideraba denigrante.

—¿Por qué habían tenido que decapitarles y descuartizarles?— Y por si fuese poco, arrastrar sus restos mortales por las calles, como si de perros se tratase y arrojar los de su joven Heliogábalo a las aguas del Tíber. Como si no hubiese sido suficientemente humillante para un emperador haberle asesinado entre las heces de una letrina… ¿No se percataban esos pretorios que estaban mancillando sangre patricia, más aún, sangre imperial? Eso nunca se lo perdonaría a esos infames y espurios asesinos, pero por ahora era más conveniente callar, no fuese que los ánimos volviesen a crisparse contra los miembros de su familia.

Tenía que velar por el futuro de la hija y del nieto que aún le quedaban. De él, de su joven Alejandro, casi un niño, ungido ya emperador, sería la gloria. De ella, de Julia Maesa, sólo el poder.

Levantó sus penetrantes ojos negros del fruto que yacía despachurrado en el suelo y sonrió levemente al senador que tenía enfrente y que intentaba establecer un diálogo con ella. Era inútil, Julia no le escuchaba, continuaba absorta, inmersa en sus pensamientos más profundos, había reparado en la felicidad que le procuraba la tenencia de tal prerrogativa y notaba cómo un sentimiento de euforia se apoderaba de ella, ascendiendo a través de su interior de forma desmesurada. De pronto, su sonrisa se dilató al extremo hasta estallar en una súbita y sonora carcajada. Estaba radiante, en esos momentos volvió a sentirse la emperatriz del mundo.
427 - Túnez, Museo Nacional del Bardo. Estatua de la diosa Juno procedente de Cartago.

NOTA BIOGRÁFICA: La Augusta Julia Maesa, (Emesa, Siria, 165 – Roma, 224 n.e.), fue la primera mujer admitida como senadora romana, (junto con su hija Julia Soemia). Conspiró para derrocar al emperador Macrino y conseguir el trono para el mayor de sus nietos. Fue también cuñada de un emperador, Septimio Severo, tía de otro, Caracalla, y abuela de los dos últimos de la dinastía Severa: el controvertido Heliogábalo y su primo Alejandro Severo. Su hija, Julia Soemia y el hijo de ésta, Heliogábalo, fueron asesinados, muy probablemente, por incitación suya. Su otra hija, Julia Avita Mamea y su nieto, Alejandro Severo, también resultaron muertos durante un motín en Germania. Julia Maesa feneció durante el reinado de Alejandro, siendo proclamada diosa por el senado y por el pueblo de Roma y consagrada como tal por su nieto.
115 - Nápoles.  Museo Arqueológico Nacional. Estatua de Alejandro Severo, procedente de las Termas de Caracalla, en Roma.
Posando junto a la estatua de Alejandro Severo, en el Museo Arqueológico de Nápoles.



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miércoles, 10 de junio de 2009

"2046", la obra maestra de WONG KAR-WAI

01 Procedo a presentar una de mis películas favoritas y quizás aquélla que, por su complejidad, requiera más sacrificio por mi parte para poder comentarla. Se trata de "2046".

"2046" es, sin lugar a dudas, la obra maestra del realizador hongkonés de adopción (nacido en Shanghai), Wong Kar-Wai. Este director está considerado por la crítica de Occidente como uno de los más brillantes de China, junto con Zhang Yimou y Chen Kaigé. Su cine, de autor, es de tendencia pro-occidental.

02 Con "2046", obtuvo el premio de la crítica del Festival de Cannes del 2004 y en la 49ª Seminci, el premio a la mejor fotografía y el premio de la prensa internacional.

Esta cinta es la continuación de "In the mood for love", titulada en nuestro país como "Deseando amar", un filme que fue rodado conjuntamente con "2046" ( Wong Kar-Wai las considera a ambas una misma película) y que comparte a su actor protagonista, el también hongkonés Tony Leung, en el papel de Chow Mo Wan.
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Tony Leung es el actor de mayor fama internacional del cine de Hong Kong. Debutó de la mano de John Woo (un cineasta especializado en producciones de acción trepidante), pero es más conocido por sus posteriores interpretaciones, como protagonista de "El amante" de Jean-Jacques Annaud, basado en la novela autobiográfica de Marguerite Durás o por su rol como el primer emperador de China, Qin Shi Huangdi, en la superproducción "Hero", de Zhang Yimou, la película más taquillera de la historia del cine chino.
2046_1Sus partenaires son la veterana Gong Li, musa en su día de Zhang Yimou (de quien fue compañera sentimental) y sin duda, la actriz china de mayor proyección a nivel mundial, desde las muy galardonadas "Sorgo rojo" y "La linterna roja" (ambas del citado Zhang Yimou, con quien colaboró en varias cintas más que ya no miento para no alargar esto en demasía), pasando por "Adiós a mi concubina" (de Chen Kaigé), "El tren de Zhou Yu" (de Sun Zhou) y "Memorias de una geisha" (del norteamericano Rob Marshall), hasta llegar a su último trabajo por el momento, "La maldición de la flor dorada", donde actúa nuevamente bajo las órdenes de Zhang Yimou. Aquí Gong Li da vida a Su Li Zhen, una jugadora de naipes a quien apodan como "la Araña Negra", con una mano perennemente enguantada.

Otra de las compañeras de Chow Mo Wan, será Bai Ling, cuya interpretación corre a cargo de la actriz Zhang Ziyi, a quien también conocemos por protagonizar "La casa de las dagas voladoras", del ya mentado Zhang Yimou y por su papel principal en la anteriormente mencionada "Memorias de una geisha". Bai Ling se enamora perdidamente de Chow, pero éste la utilizará sólo para divertirse con ella.

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Faye Wong, que había trabajado a las órdenes de Wong Kar-Wai en "Chunking express", compartiendo créditos con Tony Leung también, es aquí Wang Jing Wen, la hija del propietario del hotel de quien Chow Mo Wan se enamora realmente, pero sin ser correspondido.

Y tras este vistazo a los personajes protagonistas, pasamos a la trama de la historia, laberíntica, que requerirá de toda nuestra atención si no queremos perdernos en medio de ella.


th-8 La película parte de una novela futurista que está siendo escrita en ese momento por Chow Mo Wan y cuyo primer capítulo comienza con estas palabras: "En el año 2046. Una amplia red de ferrocarriles se extiende por todo el planeta Tierra, de vez en cuando un tren misterioso parte rumbo a 2046, todos los pasajeros que se dirigen a ese lugar tienen el mismo objetivo, quieren recuperar la memoria perdida, pues en 2046 nunca cambia nada, nadie sabe realmente si eso cierto porque nadie, absolutamente nadie ha regresado nunca, nadie excepto yo." Y quien afirma esto es un joven japonés (rol que asume Takuya Kimura), que planea huir de 2046 llevándose consigo a una androide de reacciones retardadas, de la que está perdidamente enamorado.

Ese nipón no es otro que el alter ego ficticio de Chow Mo Wan, a quien ya conocíamos de la anterior entrega de esta especie de saga, de la película "Deseando Amar", sólo que en esta maravillosa secuela, Chow transmuta su personalidad tímida, introvertida, prudente y delicada, de la primera parte y se convierte en un vividor, aventurero, bebedor y mujeriego. Mantiene su profesión de escritor periodístico, pero cambia por completo de registro. Si en "Deseando amar" escribía sobre deportes, en "2046", lo hace sobre historias relativas al sexo.
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Extrañamente, Chow escribe un opúsculo de ciencia-ficción, con tintes eróticos, para su periódico sobre ese japonés que desea escapar de 2046, el lugar donde se recupera la memoria perdida; pero es él mismo quien anhela entrar en ese mundo y recuperar sus propios recuerdos. Su alter ego nipón desea huir de los recuerdos, él, Chow, el escritor, encontrarlos.

El título de esa novela, la fecha de ese futuro lejano (porque la acción del presente se sitúa en el Hong Kong y el Singapur de 1963), es el del número de la habitación del hotel donde tenían lugar sus encuentros con Su Li Zhen, su amor imposible en la primera película. Toma esa cifra, 2046 y la convierte en la fecha que titulará su relato. Chow Mo Wan está mezclando su propia vida con la de su personaje, el japonés de su narración. Tal vez por eso la cinta pueda resultar un tanto confusa si no se la visiona atentamente.
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A partir de ahora, ese supuesto viaje al futuro de su novela, se trastoca en el filme, en una rememoración del pasado del escritor. Se reviven las aventuras amorosas que Chow, con su aspecto de Clark Gable oriental, mantiene con tres bellísimas y glamurosas mujeres. Su objetivo es reemplazar al amor de su vida, a la mujer que conoció en la anterior entrega (Deseando amar), que se llamaba Su Li Zhen como esta otra, la jugadora, que no es sino otro alter ego de ella y que es interpretado por otra actriz (en "Deseando amar" por Maggie Cheung,  y en "2046" por Gong Li).

La primera de esas mujeres que intentan sustituir sentimentalmente a su amada es Su Li Zhen (Gong Li), pero la tahúr, la Araña Negra. Ella intentará ayudar a Chow sin conseguirlo.

Después vendrá su aventura con Bai Ling (Zhang Ziyi), una joven que se enamora de él, pero que para conseguir su atención, mantiene relaciones sexuales a cambio de una cantidad simbólica de dinero. Eso que para ella constituye casi un juego amoroso, hace que sea vista a los ojos de Chow como una vulgar prostituta, por eso no manifiesta interés por el amor que esta hermosa fémina le brinda.
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Más tarde es el propio Chow quien repara en la hija del dueño del hotel. Es una mujer aún más joven, casi adolescente, se llama Wang Jing Wen (Faye Wong) y se enamora perdidamente de ella, pero ese amor no es correspondido porque Wang Jing ya ama a otro hombre, un nipón de similar edad, con quien mantiene un romance desaprobado por su padre. Chow percibe su propio enamoramiento mientras ayuda a la muchacha en su relación con su amado japonés.

Chow Mo Wan busca denodadamente en estas tres mujeres a la amada perdida, a la Su Li Zhen de "Deseando Amar" que ya nunca volvió a encontrar. Cada una de ellas representa una faceta distinta de ella. Bai Ling, la mujer que cobra a cambio del sexo, es el cuerpo, Wang Jing Wen, la hija del casero, es la mente y Su Li Zhen, la tahúr profesional, es el nombre, puesto que se llama igual que su amor.
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Pero Chow no se conforma con estos tres romances, inmerso como está en sus recuerdos. Sólo piensa en lo que pudo ser y no fue, en su pasado. Porque si pretende huir hacia ese futuro, sobre el cual escribe, es sólo para poder reencontrarse con su pasado, del que ni puede ni quiere escapar. Pues, según él mismo relata en su novela: "en el 2046 nunca cambia nada". Desea detenerse en su pasado para reencontrarse con la Su Li Zhen que conociera en aquellos tiempos y a la que ya no podrá olvidar mientras viva.
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Es ésta una de las más bellas historias de amor jamás contadas, y como siempre suele suceder en estos casos, se trata de un amor imposible, del amor surgido años ha y del cual el espectador se ha empapado en esa primera parte, en "In the mood for love". Un amor en el que pasado y futuro se entremezclan, formando un ciclo sin principio ni fin, puesto que no hay más tiempo tangible que el presente. Prueba de ello es que la cinta arranca justo en el punto donde culmina el fime que la antecede, "In the mood for love": en el templo camboyano de Onk Bar, el lugar en el que Chow susurra el secreto de su amor inconfeso, y ya irrecuperable, a una oquedad abierta en el pétreo muro. Ese hueco guardará su secreto eternamente.
Y es que si de algo trata esta película es de las oportunidades perdidas y de cómo, constantemente, los seres humanos deseamos aquello que un día pasó a nuestro lado y no supimos o no quisimos aprovechar. De cómo habría cambiado la vida de haber aceptado una propuesta u otra, de haber escogido un camino u otro, de lo que pudo ser y no fue...
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Como detalle técnico diré que el ritmo de esta cinta va acelerado o ralentizado según conveniencia del realizador, para enfatizar determinadas secuencias.
El resultado es una película de corte descendente, pesimista en sí misma sobre el romanticismo humano, pero cuajada de bellísimos momentos, trufada de exquisita sensibilidad.

La acompañan una cuidadísima fotografía a cargo de Christopher Doyle, Lai Yiu Fai y Kwan Pun Leung, que combina luces tenues y tonos verdosos y rojizos, propios de interiores cuyos colores se han quedado desvaídos por el paso del tiempo. Wong Kar-Wai es partidario en sus obras de ambientes nocturnos poco iluminados, de pasillos estrechos flanqueados por multitud de puertas y de habitáculos pequeños un tanto claustrofóbicos.
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El vestuario y arreglo de los personajes es de tipo occidental, al estilo más glamuroso de los sesenta. Tony Leung luce como un galán de la época, con su bigotito a lo Clark Gable y de las actrices puedo decir que nunca he visto mujeres chinas más hermosas, con sus moños altos de bucles y sus vestidos occidentales de seda y encajes con cuellos de tirilla, que les aportan el toque tradicional de Oriente.


12 La banda sonora cuenta con temas tan conocidos como la "Canción de Navidad" de Nat King Cole, "Perfidia" de Xavier Cugat, "Sway" de Dean Martin, "Siboney" de Connie Francis y sobre todo, el aria "Casta diva" de la ópera "Norma" de Bellini, que suena cada vez que el padre de Wang Jing Wen (Faye Wong), discute con ella. En fin, una película, como adelantaba, muy densa en su trama argumental, pero considerada una obra maestra que nadie que se diga aficionado al Séptimo Arte, debe perderse.
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sábado, 6 de junio de 2009

TUS MANOS


Tus manos sobrevuelan, como águilas expertas,
los valles de mi cuerpo; también las cordilleras,
los ríos que me inundan, los mares que me aniegan.

Tus manos me transitan
vengando el recorrido que media entre mis muslos.
Me toman con sus dedos cegando manantiales,
rugiendo entre las rocas de mis playas ignotas.
Azotan mis abismos con volutas de ola,
avivan mis mareas con luz de plenilunio.

Un retazo espléndido de cielos y de estrellas
me nubla los sentidos,
en un final de espuma que anuncia mis torrentes.

Tus manos siempre vuelven a mi geografía.

(Mayte Llera, Dalianegra)

Pintura de Alexandre Jacques Chantron (1842 – 1918)