domingo, 14 de junio de 2009

ESTAMPA NAPOLITANA

01Cejijunto, de rostro atezado y mandíbula prognática, con el sombrero de fieltro negro calado hasta el límite de su angosta frente, y aquella verborrea de charlatán de feria que le caracterizaba, Tomassino Espósito se despedía de su esposa con mil y una palabras, como si le acongojase dejarla sola y condenada al mutismo más absoluto durante toda la jornada, puesto que el cielo no les había otorgado la bendición de una prole que la consolase con su compañía.

Había salido de su casa con el nacimiento de la aurora, cuando la bóveda celeste resplandecía tornasolada por el albor del día. Mientras pedaleaba a buen ritmo a lomos de su vieja bicicleta, entonaba una cancioncilla popular napolitana -Jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja', jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja'. Funiculí funiculá, funiculí funiculá, 'ncoppa jammo ja', funiculí funiculá - y a ratos fruncía el ceño al levantar la mirada hacia los cirros y cúmulos nubosos que, como caracolas rojizas, dibujaban estelas estriadas que rebrillaban con el áureo fulgor del astro rey.

Tomassino moraba en una humilde casucha de un pequeño pueblo de la Costa Amalfitana, un pueblecito colgado del acantilado y acunado por el arrullo de las amorosas olas del Tirreno. Su madre, natural de Positano, fue quien le introdujo en las sabias artes de la gastronomía tradicional. De ella, que de soltera había trabajado como cocinera para una de las familias nobles de la comarca, fue de quien heredó Tomassino su buen hacer ante los fogones.

Saludaba alegremente a cuanto vecino encontraba en el camino, y sonreía a la par que cantaba, aunque esto último a veces se lo dificultase el resuello. Era Tomassino un hombre jovial, cuyo físico poco agraciado no se correspondía con el encanto que emanaba de su alma, dotada de una afabilidad y una benignidad propias de las personas sencillas y bienintencionadas.

Tenía por costumbre santiguarse cuando avistaba el Vesubio en el horizonte, tras franquear la primera curva de la pedregosa pista por la que transitaba, a escasa distancia de su morada. Recordaba la violenta erupción que hacía pocos años había asolado poblaciones relativamente cercanas a la suya, justamente cuando todo parecía estar retornando a la calma, a la ansiada paz.
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Y también tenía siempre presente lo que su maestro, Don Vittorio Brizzi, le había explicado durante una de las contadas ocasiones en las que le había sido posible acudir a la escuela a lo largo de su infancia. Les había hablado, a él y a los demás niños, de los antiguos romanos, de unas gentes, antepasados suyos, que no vestían chaquetas ni pantalones, sino unas túnicas y unas togas blancas enrolladas alrededor del cuerpo, y que no cubrían sus testas con sombreros, sino que las lucían desnudas, como desnudas también retrataban a sus diosas y mujeres en increíbles y realistas esculturas, con aquella carnalidad lúbrica y lasciva que Tomassino había visto en unas ilustraciones y fotografías que su profesor les había mostrado y que, sin dar crédito a lo que sus ojos veían, le habían parecido lo más bonito del mundo, lo más deseable, aquella perfección que le hacía entonces anhelar crecer, hacerse mayor y conseguir como compañera una fémina con semejantes atributos.

Años más tarde, Tomassino se desengañó y comprobó que las muchachas hermosas de su pueblo, y las de los alrededores, elegían también a los mozos apuestos, o a los que podían mantenerlas y darles buena vida con sus haberes, y para él, feo y pobre como era, quedó, como única alternativa, una de las jóvenes menos atractivas del lugar. Pero no pareció importarle mucho, pues era su Concetta de carácter tan afectuoso y cordial como el suyo propio, y le colmaba de todas las atenciones y placeres que un hombre de su condición pudiera desear.

Cuando el maestro les habló de los romanos de antaño, de los que vestían togados, también les relató que allí cerca habían existido dos ciudades ricas y opulentas, y que un nefasto día, el volcán -cuya silueta ahora aparecía ante sí majestuosa, recortada sobre el firmamento rosa y oro- , se las había tragado, las había sepultado, enterradas vivas bajo un manto de lava y escombros incandescentes; y todas aquellas personas habían perecido de forma horrenda y cruel, sin que nada ni nadie pudiera salvarlas de una muerte segura.

Las elocuentes palabras del maestro impactaron en la mente pueril y frágil del Tomassino niño, y desde entonces experimentaba una extraña sensación de impotencia, de rabia incluso, cuando vislumbraba meramente el contorno del Vesubio, cuya visión se hacía omnipresente a lo largo de toda la bahía; ésta era para él una imagen cuasi demoníaca, perversa, maléfica...
03 Le dolían aquellos muertos de las antiguas "Pompeii" y "Herculaneum", o de "Oplontis" y "Stabiae", tanto como los de "San Sebastiano al Vesubio", "Massa di Somma" y "San Giorgio in Cremano", en donde había perdido conocidos, amigos y parientes lejanos. Se afligía por aquellas gentes de tiempos remotos como si fuesen sus abuelos o sus tíos, como si les hubiese conocido, y no podía por más que lamentarlo, y temer a las fuerzas de la naturaleza tanto como a las del Maligno.

Pese a los infaustos recuerdos e inquietudes que aquella montaña, sempiternamente orlada por los nimbos, le trajese a la memoria, Tomassino se reponía al instante, con la ingenuidad propia de las mentes cándidas y simples. Si bien no era absolutamente analfabeto, escribía y leía a duras penas, pues había ocupado buena parte de su niñez en ayudar a su progenitor y a sus hermanos mayores en las faenas del campo y de la pesca, y cuando no, se hallaba al lado de su "mamma", consagrado a los menesteres culinarios.

Pedalada tras pedalada, había llegado ya a la ciudad, a la misma hora de siempre, pues si de algo se jactaba Tomassino, era de su extremada puntualidad. Nápoles se erguía orgullosa de su pasado glorioso, soberbia e indiferente a la decadencia y al deterioro causados por el paulatino abandono y por la guerra que no hacía mucho se había librado entre sus calles. Todavía al doblar una esquina parecía resonar el eco de los taconazos de saludo de los alemanes o la musiquilla de una marcha militar fascista. Aún al anochecer, emergían de entre las sombras los fantasmas de soldados y oficiales, ora uniformados de pardo y ostentando brazales escarlata, estampados con esvásticas negras inscritas sobre círculos níveos, ora ataviados de negro y ornados con calaveras blancas, saludando a la romana a un Duce al que ya habían devorado los gusanos. Y parecían oírse también, en las noches de tormenta, en lontananza, como en un esperanzador sueño, los cañonazos con que ingleses y americanos anunciaron su llegada. Todo aquello, todo aquel confuso horror, se había sucedido apenas unos años antes, pero la huella indeleble que dejan la destrucción y la miseria, seguía arraigada de forma perenne en la conciencia de los lugareños, marcada a fuego en sus carnes y en las piedras horadadas de sus edificaciones: pequeños y grandes butrones que el tiempo no había aún logrado cicatrizar.

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Tomassino Espósito pasó por delante de la "Stazione Circumvesuviana", aquélla a la que arribaban los trenes que procedían de la Costa de Amalfi en la que él habitaba. Después llegó a la vasta "Piazza Garibaldi", y de allí tomó la "Via A. Poerio", para después perderse en el dédalo de callejas próximas al "Duomo" o catedral, y realizar algunas compras de productos frescos para los almuerzos y cenas que debía preparar. Los tímidos regatos que aún corrían por las calles eran paladinos indicios de que había llovido copiosamente durante la noche, pero se evaporarían enseguida, pues a pesar de ser todavía una hora temprana, el sol ya empezaba a calentar e incrementaría su viveza a medida que avanzase la mañana, puesto que ya estaba pronta a llegar la canícula.

Se detuvo en la "Via dei Tribunali" - vía esta que ocupaba el primigenio trazado del "Decumanus Maximus" romano - ante la "Pescheria La Sirena", regentada por su amiga Angelina, y compró varios pulpos de pequeño tamaño, que se conservaban vivos en baldes de hierro esmaltado llenos de agua de mar, al objeto de mantener su frescura y calidad. También adquirió hortalizas, algunas verduras, salami y un jamón de Parma, en la tienda de otro de sus amigos, Gianni Moscati, con el que conversó animadamente por espacio de breves minutos. Cargó las mercancías en el cesto de la bicicleta, y en un par de grandes bolsas de lona que hubo de llevar colgadas a ambos lados del manillar.
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Afortunadamente la carga no le incomodaba demasiado, pues ya no faltaba mucho para llegar a su destino. Pedaleó por la "Via del Duomo" en dirección norte hasta cruzar la "Via Luiggi Setembrini", y se plantó, raudo y veloz como una saeta, bajo la "Porta San Gennaro". Era ésta la más antigua de las puertas de la ciudad, mencionada ya en vetustos anales del año 928, cuando constituía el único punto de acceso a la muralla greco-romana desde la zona septentrional.

Con el tiempo, perdida ya la primitiva barbacana, la puerta había cambiado su fisonomía merced a numerosas reformas, y se trataba pues, de un arco que coronaba la calle que otrora conducía a las catacumbas del santo milagrero patrón de la urbe, cuya sangre, contenida en dos ampollas atesoradas en su capilla de la catedral, se licuaba dos veces al año, y de no hacerlo, presagiaba la llegada de calamitosos acontecimientos. La arcada mediaba ahora entre dos edificios enfrentados, como si de un puente tendido entre ambos se tratase. Una hornacina rectangular, centrada sobre la clave del arco, contenía una pintura al fresco representando a San Genaro arrodillado ante la majestad de Cristo.
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Al pie de la "Porta San Gennaro", a su izquierda, bajo un vetusto toldo de desvaídas franjas bermejas alternadas con otras de un blanco amarillento, se situaba la "Pizzeria di Vicenzo e Luciano", un modesto pero impoluto local de comidas. Allí era donde Tomassino ejercía como gran maestre indiscutible de ese sancta sanctorum que constituía su cocina.

Arrimó la bicicleta a una de las desconchadas paredes del inmueble y su pituitaria percibió el aroma a jabón de Marsella que emanaba de las inmaculadas sábanas que colgaban por doquier, suspendidas de una parte a otra del callejón, zarandeadas por la brisa y acariciadas por el sol, que las hacía relucir mostrando su níveo esplendor. Entró en la pizzería cargado con las bolsas y paquetes, y su jefe, Luciano, que ya se encontraba en el interior, ultimando los detalles para abrir al público, le saludó cortésmente.

- Hola Tomassino, ¡buen día! ¿Traes todo?

- Hola, Don Luciano - saludó a su vez Tomassino-, ¡buen día! Sí, creo que no falta nada. Haremos un buen menú, Don Mario quedará encantado, como siempre.

- Sí, sí, como siempre, como siempre. - Respondió su patrón con la sonrisa en los labios mientras desempolvaba unas botellas de "chianti".

Luciano Di Stefano había heredado el negocio que su padre Vicenzo había fundado en 1910, y en el cual Vicenzo se ocupaba también de la cocina, pero tras el fallecimiento de éste, y en vista de que él no estaba dotado para detentar tal cargo, tomó a Tomassino a su servicio por recomendación expresa de Don Mario Pagano.

Tomassino dejó todo en el almacén, colgó su raída chaqueta de pana y su sombrero negro, y se puso una casaca y un gorro de cocinero almidonados e impecablemente blancos. Entro en la cocina, donde sus dos ayudantes, Gaetano y Michele, le esperaban, y les transmitió un jovial saludo.

- Hola, ¿cómo va todo? ¿Preparados para encarar bien el día?

- Sí, - le contestaron ellos al unísono - lo que tú digas, jefe.

Gaetano Parisi era un joven desgalichado, de cara larguirucha y macilenta dominada por una descomunal nariz aguileña, pero obediente y bien dispuesto para el trabajo. Michele Schialfa también era un muchacho hacendoso y servicial, pero, a diferencia de Gaetano, era de complexión fuerte y bien formado, de espaldas anchas y proporcionadas, como también lo eran sus facciones, viriles y hermosas: los ojos negros, grandes y almendrados, la boca de firme trazo, de gruesos labios bien delineados... Por él suspiraban de amor las féminas de medio vecindario.
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Transcurrió la mañana entre bromas y chistes hilarantes, como era habitual entre Tomassino y sus pinches, elaborando pasta fresca, masa para las pizzas, salsa de tomate, pesto, guisando las verduras y legumbres para la minestrina, preparando los pulpitos para servir de antipasto, lonchando el prosciutto o jamón, y el salami, para incorporarlos a los diversos platos...

Y en esto llegó la hora del almuerzo y la clientela ya atestaba el comedor, e incluso la espaciosa terraza que se ubicaba frente a las portadas abiertas del restaurante y de la cocina. Luciano, el propietario, corría febrilmente de un lado a otro, ayudado por su esposa Claudia y su hija Silvana, que habían bajado, para tal fin, del apartamento que ocupaban en la planta primera del edificio; y entre los tres no daban abasto a servir las mesas. A veces era el propio Tomassino quien, saliendo por la puerta de la cocina, que daba directamente a la calle, y cuyas dos hojas permanecían siempre abiertas mostrando el interior de la misma, oficiaba de ocasional camarero portando una deliciosa pizza o un plato de humeante pasta.
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Fue así como había visto por vez primera a su ángel. En aquella ocasión venía también del brazo de su madre, y ambas tomaron asiento ante la misma mesa que ahora ocupaban, justo a la derecha de uno de los batientes de la portada de la cocina. Siempre se instalaban en la misma mesa de hallarla disponible, con un ritual que solían repetir en cada una de sus visitas: la madre, una robusta y corpulenta mujerona, se sentaba primero, y seguidamente lo hacía la hija, que nada parecía haber heredado de ella, puesto que era grácil y esbelta cual cimbreante mimbre. La madre se despojaba del sombrero, desprendiendo previamente los alfileres que lo sujetaban a su pelo, y después le quitaba el de la hija, para, seguidamente, soltarle la frondosa cabellera sobre los hombros. La joven poseía un cabello ondulado y centelleante como una noche estrellada, de un profundo color ébano, que contrastaba vivamente con su rostro pálido y frágil, de una piel que ni la más fina seda de Oriente pudiera rivalizar en suavidad y tersura. Los enormes ojos rasgados, de felina mirada, los labios carnosos, sensuales, rojos como cerezas frescas y húmedas; y cuando sonreía, mostraba el marfil de sus dientes tan regulares, tan bien alineados, tan perfectos como los de los anuncios de dentífricos de los periódicos.

Y eso era lo que más le gustaba a Tomassino, verla sonreír, por eso procuraba servir él personalmente su mesa, y dedicarle también sonrisas con cada plato que le llevaba, para obtener a cambio una de las sonrisas que ella tímidamente esbozaba, un mohín, cualquier cosa, incluso quedarse extasiado admirando su inconmensurable belleza virginal y escurrir furtivamente la mirada, henchida de deseo, por entre el escote de ella, imaginando la rotundidad de sus formas, el buen tamaño de los mullidos pechos que los vestidos de livianas telas, tan ceñidos a su estilizado talle, permitían adivinar; la tonalidad y el perfil de sus ansiados pezones, que Tomassino imaginaba oscuros y sabrosos como el chocolate, y erectos como puñales que se clavaban en su cerebro con libidinosa furia, y le provocaban una lubricidad extrema, y descender, descender... ora vertiginosamente... ora con un vaivén cadencioso... entre espasmos de placer, hasta el abismo... hasta el infierno en que se abrasaría de amor e ígnea pasión por aquel ángel puro, su ángel, su niña...
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Tomassino recordaba entre suspiros, que ya aquella primera vez que sus ojos tuvieron la dicha de encontrarla, se prendó como un poseso de su hermosura, y apartó de su mente la imagen de su esposa Concetta, que era, en lo tocante al físico, la antítesis de esta muchacha. Si la una, Concetta, era burda y tosca, la otra, su ángel, era de una finura sin parangón alguno, delicada como una flor, como una mariposa que al batir las alas le sedujese con su irresistible embrujo, y se pertrechara en lo más recóndito de su corazón. Ya entonces también la comparó con una de aquellas Venus marmóreas que su maestro, Don Vittorio, le enseñase en las fotografías de las enciclopedias al uso, de senos plenos y llenos, y de sexos impúdicamente descubiertos, prestos a ser palpados y poseídos con deleite, con fruición y complacencia, como se degusta un jugoso y dulce higo maduro. Así la deseaba Tomassino, así, con el ardor de un macho cabrío, pero también observaba un cierto melindre, como si tuviese miedo de dañar a aquel ser casi etéreo, a profanar su naturaleza cuasi divina.

Sabía que no era para él, lo sabía, no poseía apenas cultura ni instrucción, pero comprendía el alcance de sus limitaciones. Y además, se había establecido una feroz competencia entre sus compañeros, aun cuando éstos fuesen sus subordinados. Tanto Gaetano como Michele eran más jóvenes que él, e incluso el feucho y desgarbado Gaetano podría ser considerado un galán a su lado, y no digamos Michele, con su apostura y gallardía a flor de piel, y su experta manera de conquistar a las mujeres. De hecho, Michele no le quitaba el ojo a su á10ngel en cuanto la veía aparecer, y procuraba pavonearse ante ella, en la terraza, siempre que podía. Menos mal que él llevaba el mando de la cocina, y cuando veía a su amada, les imponía tareas a sus pinches para mantenerles entretenidos y alejados lo más posible de la joven.

A veces, Tomassino, que no había conocido nunca antes el amor, a pesar de estar desposado con su Concetta, a quien quería mucho, sin duda, pero por quien no sentía ni había sentido jamás pasión amorosa alguna, pronunciaba mentalmente el nombre de su niña: Sofía. Se llamaba así: Sofía. Desconocía su apellido, cómo se llamaba su oronda progenitora o dónde vivía, pero sabía eso: su nombre, su adorable nombre, lo conocía de labios de la madre de su ángel. Sofía, Sofía, Sofía -se repetía-, y no había para él palabra más sonora y almibarada, ni bálsamo más lenitivo. Las sílabas tintineaban en sus oídos cual monedas de plata cuando las vocalizaba en voz alta, embelesado, arrebatado con el recuerdo de su hurí de ojos y cabellos zaínos, de su idolatrada diosa sureña.

Y ella, su Sofía, se hallaba ahora allí, sentada sobre el borde de la silla, con el tronco y el cuello maravillosamente erguidos, en aquella postura tan elegante y afectada que solía adoptar, mientras su madre interrogaba a Don Luciano sobre las novedades culinarias del día. Tomassino la observaba de soslayo, encandilándose cada vez más con su candorosa y refinada imagen de cisne. Él intuía, sabía, que tras su altiva apariencia se escondía la candidez de una vestal carente de máculas.

Don Luciano tomó nota del pedido de la mesa tres, de la mesa de Sofía, y se la pasó a Tomassino, quien se dispuso a realizar los platos encargados como si la vida le fuera en ello. Sirvió unos antipasti en las fuentes más bonitas con que contaba la vajilla del restaurante, y los decoró con esmero para mayor agrado de su amada. La hija de Don Luciano, Silvana, una joven rubicunda y vigorosa, intentó llevarlos a la mesa de Sofía no sin antes forcejear con Tomassino y ganar éste la disputa.
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Salía Tomassino portando una bandeja con los antipasti variados para Sofía, cuando vio llegar y tomar asiento, ante la mesa dos de la terraza, a Don Mario Pagano, el hombre a quien él y su familia tanto debían. Era éste un varón de mediana edad, de cabellos entrecanos y porte distinguido, alto, delgado, y vestido con un traje negro entreverado con finas rayas blancas. Una camisa de seda, la corbata negra y el sombrero de fieltro, también negro, le aportaban un donaire difícil de superar por los presentes. Le acompañaban sus dos hombres de confianza, fornidos, hercúleos, luciendo indumentarias casi tan exquisitas como la suya.

El dueño de la pizzería, Don Luciano, se apresuró a retirarles las sillas en un gesto de estudiado servilismo, mientras sonreía parca y nerviosamente. Tomassino les saludó, asimismo, con otra sonrisa que más bien semejaba una mueca, y con un leve movimiento de cabeza de signo afirmativo. Estaba habituado a recibir a Don Mario a diario, pero no por ello se aclimataba a aquel ambiente de tensión que permanecía latente mientras Don Mario y sus gángsteres continuasen allí.

Don Mario Pagano era un capo de la Camorra, oriundo de Boscoreale, que se había enseñoreado con el control del contrabando y todo el tráfico de índole delictivo de la ciudad. Había pocos clanes que se atreviesen a hacerle frente, de hecho, él era en aquellos momentos el dueño y señor de Nápoles. Aún así, Don Mario se mantenía fiel a su pasado, y pese a su altanería y arrogancia, frecuentaba la humilde pizzería donde su padre, un indigente pobre de solemnidad, había obtenido tantas y tantas refacciones gratuitas por mor del piadoso corazón de Vicenzo di Stefano, el malogrado ascendiente de Don Luciano.

Don Mario, como de costumbre, pidió una botella de "Lachryma Christi" mientras hojeaba el papel que, a modo de carta, presentaba el escueto, pero sabroso, menú que la pizzería ofertaba para el día. La joven Silvana le escanció el vino en una copa de cristal de Bohemia, de la cristalería que se utilizaba para uso exclusivo suyo. A Don Mario, acostumbrado a ver mujeres hermosas, le agradaba que le sirviese las viandas Silvana, la risueña hija de Don Luciano. Le gustaban las muchachas vivarachas, y Silvana lo era, sin lugar a dudas, y además poseía un gran atractivo sexual: era una jovencita pelirroja de caderas anchas, nalgas prominentes, y sus senos, rotundos y firmes, se bamboleaban arriba y abajo al compás de sus movimientos. Cuando Silvana se acercaba con las manos ocupadas por platos y bandejas, él, pícaramente, aprovechaba a pellizcarla en el trasero, cuidando de que el padre de la chica no le viese para no afrentarle, y cada vez que ella se inclinaba sobre la mesa para servirle, deslizaba los ojos, sin la menor pudicia, por la abertura de la blusa de la muchacha, acertando a vislumbrar, a veces, un travieso pezón que se moviese libre de la atadura de  sostén alguno, por entre la vaporosa tela.
Don Mario les hacía guiños de complicidad a sus matones sobre la ingenua adolescente, entre bromas veladas y risotadas que denotaba13n su deseo por poseer y desflorar a la púber. Sólo había algo que refrenaba los más bajos instintos de aquel hombre que manejaba también el negocio de la prostitución de toda la urbe, y ese algo era la gratitud que le adeudaba a la familia de Don Luciano por el trato tan humanitario que le habían proporcionado a su progenitor cuando éste más lo necesitaba.

Quizás por eso Don Mario se había apercibido de la presencia de aquella otra joven tan bella que, desde hacía unos días, almorzaba en la mesa contigua acompañando a una gruesa señora. Se había fijado en el refinamiento de sus modales a la hora de sujetar los cubiertos, en su mesura para hablar, y en la timidez de la que hacía gala cuando sus miradas se cruzaban. Y cuando esto sucedía, cuando sus ojos encontraban los de ella, se sentía un león atrapando a su gacela, le daba caza una y otra vez, y la despedazaba a besos y a mordiscos, e imaginaba la sangre roja e hirviente de ella manando a borbotones y tintando de carmesí su tez de ninfa. Sólo mirarla, sólo atisbar su egregia efigie de casta diva, y el corazón se le salía por la boca de deseo contenido. Don Mario Pagano, aquél que esclavizaba a cientos de mujeres napolitanas, había caído también rendido ante el fascinante hechizo de Sofía.
12El capo alzó su copa en señal de saludo hacia Sofía y su madre, y el sol, que había llegado ya a su cénit, traspasó, con sus centelleantes rayos, una rendija abierta en la lona del entoldado, y alcanzó el "Lachryma Christi", irradiando los destellos y tonalidades propios de un rutilante rubí facetado. La madre de Sofía asintió con gratitud ante semejante gesto, y Don Mario se dirigió a ellas con magistral oratoria:

- ¿Saben, señoras mías, que éste es un vino único en el universo?-, les espetó, alzando la voz, no sin cierta petulancia -. Una antigua leyenda asegura que el diablo se llevó un trozo del cielo y que después lo dejó caer aquí, en Nápoles, al pie del mismo Vesubio. Y cuando Jesús, nuestro Señor, supo del hurto de Lucifer, no pudo por menos que llorar, y sus benditas lágrimas, las lágrimas de Cristo, cayeron sobre nuestra bienaventurada tierra, y de ella brotaron las cepas que dieron origen al vino. Éste, señoras, es el mejor y el más antiguo de los vinos del mundo, paladearlo es un privilegio reservado sólo a muy pocos.

Y tras concluir su discurso, hizo traer una botella del mismo caldo para la mesa de las dos mujeres. Se trataba de un "Mastroberardino", de una reserva especial, que Don Luciano atesoraba como oro en paño, en el fondo de su bodega.

La madre de Sofía se mostró sorprendida y muy agradecida por el singular obsequio, y la hermosa joven bajó la cabeza, ruborizada y turbada ante la insolente mirada de Don Mario, que la desnudaba en cuerpo y alma inspeccionando minuciosamente cada detalle, cada poro de su piel. No pudiendo resistir el examen ocular del que estaba siendo objeto, Sofía se levanto y se dirigió al lavabo, con el ánimo de refrescarse la cara, que le ardía de vergüenza, y escapar a tan embarazosa situación.
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No bien se hubo levantado, y los ojos de Don Mario y sus secuaces la siguieron, recorriendo con desmedido atrevimiento, la curvatura de sus prietos glúteos y de sus ondulantes caderas, que se contoneaban, sin proponérselo, cada vez que sus largas piernas avanzaban un paso encaramadas sobre aquellos elevados tacones. Y escrutaban también, sin la menor conmiseración, incluso las costuras posteriores de sus sedosas medias negras, que tremolaban oscilantes, como dos sierpes encantadas, al ritmo de su acompasado caminar. Los tres malhechores la deseaban con vehemencia, como la deseaba cada hombre que se cruzaba en su camino. Sofía no podía dejar indiferente a nadie, poseía el don de la belleza en grado superlativo, y era ese don una cualidad más propia de las deidades que poblaban los paraísos celestiales, que del común de los mortales.

Don Mario daba buena cuenta de un plato de "tortiglioni con rraù napoletano", regado abundantemente por su "Mastroberardino" preferido, mientras sus dos guardaespaldas le acompañaban, ahora silentes, escudriñando pausadamente, desde sus asientos, cada rincón de la calleja, en busca de un posible peligro. Uno de ellos, Giuseppe De Palma, un hombre joven, pero de apariencia ligeramente avejentada por sus duros y adustos rasgos faciales, extrajo un pañuelo del bolsillo de su americana y procedió a secarse el sudor que se le escurría por la frente a causa del considerable calor del mediodía. Don Mario se percató de la perentoria necesidad que tenían sus sicarios de reponer líquidos, y con una actitud generosa, impropia de él en situaciones similares, requirió a la ingenua y campechana Silvana, para que les sirviese una jarra de agua fresca.

- Mocita, tráeles a éstos agüita clara, anda, que se me van a resecar con tanta sudoración -. Dijo vociferando, como buen napolitano, a la par que soltaba una sardónica carcajada.

- Si, Don Mario, como usted mande, ahora mismo se la traigo-. Respondió sumisa la chica, emprendiendo una carrerilla hasta la cocina.

Entretanto, la madre de Sofía departía con Don Luciano sobre el origen de la Puerta de San Genaro, que tenían tras de ellos a modo de teatral decorado. Ella parecía ser una erudita en la materia, no en vano le recalcó al hostelero que su malogrado cónyuge había sido profesor universitario de Historia Antigua, y que de él había adquirido ella algunos de esos significativos conocimientos.

- No, no, Don Luciano, esta puerta ya estaba ahí en la época de la Roma Imperial, hombre, si lo sabré yo, y mucho antes también, que no me lo habrá relatado mi querido marido, que en gloria esté el pobrecito, pocas veces -. Repuso la gruesa señora con aires de sabihonda-. Lo que sí, que no tenía el aspecto que usted ve ahora, eso por supuesto, cada época le ha ido añadiendo unas cosas y restándole otras.

- Bueno, bueno, señora, si usted lo dice será verdad, no lo dudo-. Le confirmó el restaurador sin demasiadas ganas de discutir sobre el tema.
Tomassino, ensimismado en sus quehaceres, aliñaba con una aromática albahaca las dos pizzas que Sofía y su madre habían pedido como primer plato, y ya se disponía a colocarlas sobre su brazo izquierdo para salir a servirlas a la mesa de su amada, cuando escuchó el fiero y atronador rugido de una motocicleta acercándose. Sin saber a ciencia cierta el porqué, se quedó paralizado durante unos instantes, como si un turbio presentimiento se cerniese sobre él y le impidiese mover un solo músculo.

En aquel momento la bella Sofía, que ya había recobrado la serenidad gracias a unas refrescantes abluciones, y presentaba de nuevo una expresión digna y sosegada, regresaba a la mesa de la terraza, si bien nadie reparó en su presencia, pues toda la concurrencia se había vuelto, instintivamente, hacia la ruidosa moto que se acercaba, acelerando cada vez más, hasta que se detuvo delante de la pizzería durante unos segundos. Entonces se oyó el seco tabletear de una ametralladora, sin que casi nadie pudiese reaccionar de manera alguna.
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Tomassino, en un rápido acto reflejo, se echó al suelo, y desde su posición pudo ver cómo volaban por el aire los enseres, el menaje y las vituallas de su cocina, todos ellos despedazados, hechos añicos, entre una atmósfera de polvo y confusión. Cuando hubo cesado el fragor de los disparos, y escuchó alejarse la motocicleta, se levantó y salió, aturdido y dando tumbos, al exterior.

Lo que contempló fue una escena dantesca, la más atroz de las pesadillas: todos los comensales de la terraza se hallaban muertos o malheridos; también la balasera había alcanzado a muchos de los que se encontraban en el comedor interior, y a sus dos ayudantes, si bien estos últimos no daban muestras de que su estado revistiese gravedad. Los gritos de espanto iniciales habían cedido su puesto a los lamentos y gemidos quejumbrosos de los que aún permanecían vivos. Podía escuchar con nitidez el afligido sollozo de una mujer que lloraba a su esposo inerte como una apesadumbrada plañidera.

Don Mario y sus dos acólitos yacían muertos, sin ningún tipo de duda, sobre la mesa y las sillas, descolgados en posturas inimaginables, con las cabezas destrozadas por las balas, y bañados en ríos de sangre. Uno de los esbirros había echado mano de su arma corta, una pistola que Tomassino reconoció como una Parabellum o Luger alemana, pero no parecía que hubiese tenido ni tan siquiera tiempo de disparar, y se había quedado aferrado a ella, con el índice a punto de apretar el gatillo.
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Tomassino no les prestó demasiada atención a Don Mario y a los suyos, y avanzó como pudo, tropezando con otra pistola que se les había caído al suelo, esta vez se trataba de una Beretta. Continuó sorteando el mobiliario destrozado, ensangrentado y cubierto de fragmentos de loza, vidrio y los restos de lo que, hasta hacía unos instantes, habían sido suculentos manjares, y se encontró con el voluminoso cadáver de la madre de Sofía. Era más que evidente que la vida ya la había abandonado, puesto que yacía, desmadejada, en posición de decúbito supino, con un rictus mortal y numerosas heridas incisas en el cráneo y en el tórax, producidas por el impacto de las balas. A su lado yacían también los cuerpos de Don Luciano y de su hija Silvana, él tendido en decúbito prono, y la muchacha sobre uno de sus costados, con la taheña melena cubriéndole compasivamente la cara. Apenas si les miró, dado que empleó las escasas energías que parecían quedarle, en dar con el paradero de su amor. No hubo de buscar en exceso, pues la joven se hallaba medio oculta por el mantel de una mesa, a dos o tres palmos de su antecesora; tan sólo sus piernas, con las medias de seda desgarradas a jirones, asomaban por entre la tela de lino repleta de trozos de cristal y lamparones de salsa de tomate, vino, y diversas sustancias ahora irreconocibles. Tomassino apartó como pudo toda aquella repugnante mezcolanza, y retiró parte de la mantelería a un lado.

Comprobó que la ajustada falda de Sofía se había rasgado por su abertura lateral, dejando al descubierto su ropa interior, una pantaleta de crespón rosa, rematada por candorosas puntillas que delineaban dulcemente sus delicadas caderas, su vientre de doncella, apenas abultado, y la convexidad, largamente deseada, de su monte de Venus. Deslizándose sobre sus muslos de sirena, hacían aparición los ligueros negros, ribeteados por sinuosos encajes que despertarían la pasión más encendida en cuantos ojos masculinos tuviesen la suerte de contemplarlos. Empero ya no había pasión que despertar al verla en aquel lastimoso estado, y el pobre Tomassino se apresuró a cubrir las adoradas extremidades, a fin de preservar de la vista ajena, pudorosamente, sus más íntimos tesoros. Y fue en ese momento, cuando utilizó para ello el mantel que hasta entonces le tapaba el torso y el rostro, cuando pudo apreciar que su Sofía aún conservaba la vida. Respiraba con extrema dificultad, eso sí, pero respiraba al fin. Se acerco a su dulce faz y la vio muy pálida, con aquellos ojos enormes abiertos como platos, y la vista perdida en un incierto punto del infinito. Escuchó entonces un leve jadeo que provenía de su garganta. Un hilillo de sangre le corría perpendicular a su barbilla desde la comisura izquierda de la boca, y ésta se abría, una y otra vez, de modo inmisericorde, intentando en vano captar el oxígeno del aire. Al verla, se le antojó un pececillo tratando de respirar fuera del agua, con sus voluptuosos labios abiertos como la valva de la que había nacido la mismísima Afrodita.

Tomassino acercó, por vez primera, su boca a la de su amada, y la besó dilatadamente mientras las babas, que rezumaban con profusión de su cavidad bucal, merced al llanto, y las abrasadoras lágrimas, que resbalaban a raudales por sus curtidas mejillas, se entremezclaban formando un fluido viscoso del cual emanaba todo el desconsuelo del mundo. Su semblante, fruncido y contraído por el dolor, se mostraba más deforme que nunca, y contrastaba con la belleza preternatural de la muchacha, que agonizaba a su lado con una herida abierta sobre el pecho izquierdo, de la cual brotaba la sangre a borbotones, dejando un reguero que teñía de púrpura las losas de la acera.
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Acertó a balbucear unas palabras de amor que Sofía ya no pudo discernir, pues en ese momento la oscuridad de la muerte se abatió sobre ella, apagando para siempre el penetrante brillo de su mirada, y Tomassino, consciente del fin de su amada, descorazonado, profirió un lastimero alarido que rasgó el cielo con su aguda intensidad. Con los ojos empañados por el incesante fluir de las lágrimas, hizo acopio de sus últimas fuerzas y pretendió levantar en brazos el cuerpo laxo y deslavazado de su Sofía, pero nada más intentarlo, cayó a plomo hincando sus rodillas sobre el duro pavimento, y soltando, muy a su pesar, la preciada carga. Acto seguido, una horrible punzada lacerante le atenazó el flanco derecho; se llevó a él la diestra, y cuando la vio totalmente ensangrentada, se le nubló la vista y la cabeza comenzó a darle vueltas; todo giraba y giraba en torno a un eje imaginario, se sentía tan mareado que apenas podía conservar la conciencia. Su tronco se dobló bruscamente por la cintura, hacia delante, como el árbol talado por el hacha del impío leñador, y su testa rebotó sobre el tierno lecho que conformaba el talle de su amada, aquel talle de mirto tan puro como las azucenas...

Tomassino Espósito cerró lentamente los párpados y se dispuso a dormir el sueño eterno. Mientras se sumía en la profundidad de las tinieblas, con la cabeza recostada sobre el regazo de su angelical Sofía, le pareció percibir, proveniente de algún ignoto confín, el alegre sonido de una canción napolitana: Jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja', jammo, jammo, 'ncoppa jammo ja'. Funiculí funiculá, funiculí funiculá, 'ncoppa jammo ja', funiculí funiculá...
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Safe Creative #0903152757009

Fotografías de Nápoles, su Museo Arqueológico Nacional, el Área Vesubiana y los Museos Vaticanos del estado homónimo, realizadas por Mayte Dalianegra. Exentas de copyright, son susceptibles de ser descargadas.

Se adjunta vídeo de Youtube con la canción popular napolitana "Funiculí Funiculá", interpretada por el tristemente desaparecido Luciano Pavarotti.