miércoles, 9 de septiembre de 2009

Cuadernos de viaje: ZHANGMU, EN LA FRONTERA DE TÍBET Y NEPAL

Tíbet, el río Lhasa.
A modo de introducción, diré que viajar es la mayor de mis pasiones. Ocupo la mayor parte de mi tiempo libre en clasificar fotografías y vídeos de mi anterior viaje y preparando el siguiente. Esa actividad devuelve a mi mente recuerdos indelebles y me provee también de la emoción de descubrir nuevos paraísos, de encontrar la belleza allá adonde fuere.
Podría ahora escribir sobre algunos de los destinos más divulgados que he visitado, pero ya con anterioridad opté por hacerlo sobre un lugar menos conocido, quizás con la intención de promocionarlo en la medida de mis humildes posibilidades. Mas no es ése exactamente el propósito de este texto, por cuanto que al lugar sobre el que voy a hablar sólo se llega tras haber culminado un periplo por alguno de los dos países con los que conforma frontera. Se trata de la pequeña población de Zhangmu, en el lindero entre el sur del Tíbet y el este de Nepal, en una zona denominada los “Pies del Himalaya”. Ese núcleo y las zonas colindantes son el motivo en torno al cual gira la presente crónica.
China, Beijing, el Templo del Yongue Gong.
Transcurría el verano del año 2008, mi compañero y yo habíamos pasado algo más de una semana en la República Popular China, entre Beijing (Pekín) y Xi’an, y después de saturarnos de ver los curvilíneos tejados de la Ciudad Prohibida, el Palacio de Verano, el Templo del Cielo o el Yongue Gong, entre otros, y de recorrer parte de la celebérrima Gran Muralla, así como de deleitarnos con la visión de pagodas varias y con el espectacular ejército de terracota del primer emperador de China, Qin She Huang-di, nos trasladamos por vía aérea a la Región Autónoma del Tíbet, que, desafortunadamente, también pertenece a China.
Xi'an, los guerreros de terracota del emperador Qin She Huang Di
Permanecimos veinte días en el Tíbet, el llamado y con razón, Techo del Mundo, porque es el lugar de la Tierra donde un ser humano, con los pies bien aferrados al suelo, se siente más próximo a la bóveda celeste. Recalamos en Lhasa, la Ciudad Santa del budismo, no sólo de la fe tántrica tibetana, sino de toda creencia budista, (ya sea Mahayana, Theravada, Vajrayana, Nichiren o Zen). Continuamente llegan a Lhasa oleadas de peregrinos, tanto tibetanos como del resto de Asia. Los primeros, hacinados en camiones y autobuses destartalados o a pie y realizando continuas postraciones, y los segundos, mayoritariamente en aeronave o autopullman de lujo, puesto que su nivel económico es muy superior.
Tíbet, Lhasa, el Palacio de Potala.
Algunos viajeros occidentales se entremezclan con esta marabunta humana que circunvala el casco urbano, las plazas y los templos, siempre siguiendo el ritual del sentido de las agujas del reloj. Ocasionalmente, algún turista despistado conculca esta sagrada norma incurriendo en un grave sacrilegio que peregrinos y locales castigan sólo con la mirada y con un ligero movimiento de cabeza, tal es el espíritu apacible de este devoto pueblo.
Tíbet, Lhasa, Monasterio de Sera.
Abandonamos Lhasa en dirección sur, siguiendo la ruta de las grandes lamaserías de las cuatro órdenes monásticas tántricas: Kagyupa, Sakyapa, Kadampa y Gelugpa (esta última es la más numerosa y a la que pertenece el controvertido Dalai Lama). Tras la visita de las principales gompas o monasterios y de enclaves más o menos importantes como Tsedang, el Valle de Chongye, el Valle de Yarlung, Gyantsé, Xigatsé, Lhatsé y de avistar paisajes grandiosos, como el de la cadena de los Himalayas con el monte Everest a la cabeza, a cuyo campo base arribamos o del majestuoso Lago Yamdrok, de cristalinas y purísimas aguas turquesa, llegaba el momento de concluir nuestro trayecto por la tierra de Palden Lhamo, una diablesa benéfica y protectora del budismo tibetano, clara herencia de la antigua fe animista Bon.
Tíbet, Gyantse, Monasterio de Pelkor Chode
Nos acercábamos a la zona próxima a la frontera con Nepal, habíamos recorrido infinidad de kilómetros por la llamada “Carretera de la Amistad”, que, para nuestro pesar, se encontraba totalmente bajo labores de ampliación. No nos sorprendía constatar que los trabajadores de la futura autovía eran mayoritariamente de sexo femenino. Menudas y delicadas jóvenes que se dejaban la piel con el pico y la pala por un salario de miseria. Y afirmo que no nos sorprendía, porque ya en Lhasa habíamos tenido ocasión de comprobar que eran ellas quienes se encargaban del peonaje en las obras civiles y públicas, ayudadas por los varones ancianos, mientras que los mancebos se dedicaban a la regalada vida contemplativa de los cenobios.
Tíbet,Gyantsé,  Monasterio de Pelkor Chode con la fortaleza del Dzong al fondo.







A causa de las tareas de ensanche, nos desviaban continuamente por pistas de terracería casi infranqueables, en las que muchos vehículos de tipo turismo y autocares se quedaban embarrancados. Ante semejante perspectiva, dábamos gracias a ese nítido cielo porque el nuestro era un todoterreno, y con ello aumentaban las posibilidades de salir de aquella pesadilla. Aun así, no las teníamos todas con nosotros, porque tras repostar en una vetusta gasolinera sufrimos una avería, debida, sin lugar a dudas, a que el combustible había sido adulterado y que, afortunadamente, fue resuelta no sin antes hacernos pasar un muy mal momento.
Tíbet, Lago Yamdrok.
Recuerdo que me pasaba todo el tiempo con la mejilla pegada a la ventanilla, admirando embelesada aquel paisaje de indescriptible belleza, hibridado con la Luna: el suave relieve de la meseta, de tonos terrosos mezclados con el verde pajizo de las praderas agostadas por el sol de la canícula… las montañas que circundaban esa meseta, también de matices siena, secas, peladas, desprovistas de vegetación alguna, achatadas, de aristas limadas por el impío viento, redondeadas, evocadoramente femeninas… la Madre Tierra en todo su esplendor… y el firmamento, cercano, protector, tan limpio… tan puro… teñido de azul intenso y surcado por blancas nubes algodonosas, cuyas oníricas formas incitaban mi imaginación.
Tíbet, paisaje cerca de Llatsé.
Desde la población de Tingri se divisaban, al sur, algunos de los grandes picos más sobresalientes de los Himalayas, en cuyas proximidades habíamos tenido ya la inmensa suerte de haber estado. El mencionado Everest, al que los tibetanos veneran como “Madre del Universo” (“Chomolungma”, en lengua tibetana o “Qomolangma Feng” en chino), y que, como bien es sabido, es el más elevado del planeta, y otros dos “ochomiles” que le hacen estrecha compañía y que forman parte del Macizo del Everest o “Kumbu Himal”: el “Lhotse”, la cuarta montaña más alta del mundo y el “Cho Ollu” o “Diosa Turquesa”, así llamada por el color que se refleja en sus nieves perpetuas cuando los rayos del sol crepuscular inciden sobre ellas. Puedo aseverar que la vista panorámica era absolutamente apoteósica.
Tíbet, Campo Base del Everest.
Nos alojamos en New Tingri, en el mejor hotel, que era a todas luces nefasto, aunque los demás estaban aún peor. Echábamos de menos los confortables hoteles de Gyantsé o Xigatsé y cómo no, el Lhasa Hotel, un cuatro estrellas bonito y con solera (ahora hay alguno mejor) pero en el Lhasa, el bar aún está decorado con escenas de “Tintín en el Tíbet” y sirven la única cerveza fría del país de las nieves, donde dicha bebida se toma habitualmente a temperatura ambiente, lo cual en verano equivale a decir caliente. La marca autóctona más consumida es la homónima de la Ciudad Santa: Lhasa.
Tíbet, rebaño de cabras en el Valle de Yarlung..
En el restaurante del Lhasa Hotel sirven comida occidental, china y tibetana, cuyo plato más típico lo constituyen los “momos”, especie de empanadillas rellenas de carne de yak muy especiada y Tíbet, yaks en el Campo Base del Everestpicante. No obstante, la receta estrella del hotel consiste en una enorme y apetitosa hamburguesa de carne de yak. Nunca he probado fast food tan exquisito, lo único que me amargaba tan sabroso manjar era el recuerdo de los pequeños y robustos yaks pastando por las praderas. ¡Oh, qué lástima! No soy vegetariana, aunque lo fui en el pasado. La mayoría de los budistas lo son, pero los tibetanos no. Ellos consumen carne de yak sin pudor alguno. Sus tierras de cultivo son demasiado escasas, excesivamente yermas, tan sólo la cebada y poca cosa más crece en ellas. La dieta del tibetano de a pie se compone, básicamente, de té salado con manteca de yak y xampa, que es una harina tostada de la citada cebada, que se mezcla con el té. Para las grandes ocasiones, este paupérrimo pueblo reserva la carne del animal que lo es todo para él: su adorado yak.
Tíbet. yak en el jardín del Monasterio de Samye.
A la mañana siguiente, tras visitar el Monasterio de Pelgyeling con la cueva del asceta Milarepa, el yogui más célebre del Tíbet, perderíamos definitivamente de vista aquellos paisajes desolados, de naturaleza lunar, e intenté disfrutarlos hasta el último momento, no permitiendo que de mis ojos brotasen, en modo alguno, las lágrimas. Recordé la célebre cita de Rabindranath Tagore y me dije: después de este sol, vendrán las estrellas, eso es seguro. No me equivoqué.
Tíbet, imagen del Buda Sakyamuni.
Mientras me despedía de la meseta tibetana, tarareaba la versión de los “Green day” del “Boulevard of broken dreams”. Ignoraba por qué evocaba esa melodía insistentemente, pero afloraba a mi memoria y ahora permanece ligada a ese viaje.
Tíbet, Lhasa, alero del Palacio de Potala.
Todavía podíamos observar con cierta frecuencia, banderolas y hasta molinillos de oración colocados en medio de la nada con el único objetivo de esparcir al viento el Mantra de la Compasión: Om Mani Padme Hum, que vendría a significar “que los pétalos de esta flor se abran para que aparezca la joya de mi yo interior”.
Tíbet, banderolas y molinillos de oración cerca de Tingri
Nos aproximábamos a Zhangmu, en la frontera con Nepal, y el cambio paisajístico y climático era tan abismal que no me lo podía creer. Lo que antes era árido y estéril, ahora se había convertido en un vergel. Es prácticamente imposible describir con palabras, por hermosas que éstas sean, aquella sensación. Me quedo parca en expresiones que puedan pormenorizar tan sublime espectáculo, tan magistral obra de la naturaleza.
 Tíbet, cerca de Zhangmu.
Nos internamos en el Cañón del río Bhote, sus escarpadas e inaccesibles paredes se hallaban cubiertas por una frondosa vegetación subtropical salpicada por innumerables cascadas de agua. Era la más soberbia muestra de magnificencia que la madre Tierra nos pudiese brindar.
La carretera bordeaba el mencionado cañón y se adentraba en él zigzagueando a medida que iba descendiendo. Con frecuencia pasábamos bajo una caída de agua que sacudía el vehículo mientras que lo limpiaba del polvo acumulado de los caminos. A ambos lados de la calzada crecían floridas plantas silvestres que aportaban la alegría de una eterna primavera. Su colorido, sus formas, pasaron imperecederamente a habitar en mi memoria. También la remembranza de tan selvático paraje me remite al bíblico Paraíso Perdido.
Zhangmu, la carretera bordeada de flores.
Como contrapartida, el rumor de las pequeñas cataratas era interrumpido y solapado permanentemente por el molesto ruido de motores de los camiones que circulaban en procesión, frontera arriba y abajo. Eran éstos, casi todos, largos larguísimos y se hallaban decorados con figuras y dibujos polícromos de un estilo ingenuo y pueril. Procedían de China o del mismo Tíbet, que también y para su infortunio, es de China. Y cuando hablo de esa desgracia, me refiero al papel invasor y colonizador que esta gran potencia oriental ejerce sobre el pueblo y la cultura tibetanos, tendentes ambos a desaparecer en aras de la globalización.
Tibet, Cañón del Río Bhote.
Por fin llegábamos a la pequeña población fronteriza de Zhangmu, tan diminuta como importante. Antiguamente los tibetanos la denominaban Khasa, pero su estratégico emplazamiento propició que mudase de nombre. El poblado creció ladera arriba flanqueando la eufemísticamente llamada Autopista Transhimaláyica, la cual conformaba la única calle existente. Todas las construcciones se levantaban a ambos lados de esta vía, también llamada Carretera de la Amistad, (aludida con anterioridad), se apoyaban unas encima de otras y colgaban sobre la ladera de la montaña como si se tratasen de las famosas Casas Colgadas de nuestra ibérica Cuenca. Estrechos callejones perpendiculares a la carretera, permitían a los vecinos acceder a la misma y a su vez canalizaban las aguas de las múltiples cascadas.
Tíbet y Nepal, Cañón del río Bhote.
Interminables hileras de camiones aparcados se arrimaban a las fachadas de las humildes edificaciones, obligados por la angosta arteria carente de aceras y el tráfico desmesurado que sobre ella rodaba. Aun así, la vida bullía y por entre los camiones podíamos ver niños jugando y jovencitas lavándose el cabello con las frescas y diáfanas aguas que manaban pendiente abajo.
Pernoctamos en el mejor hospedaje del asentamiento, el Zhangmu Hotel, que actualmente supongo que ya será un alojamiento digno y bonito, pero que por aquel entonces estaba aún a medio reformar, con parte de él rehabilitado y la otra bastante cochambrosa. Por supuesto, la diosa Tiqué no estaba de nuestro lado aquel día y la habitación que nos fue asignada era una de las deslucidas, como correspondía a nuestra condición de viajeros occidentales. Sólo a los transportistas chinos les adjudicaban las mejores, con baños modernos de lavabos encastrados y encimera de mármol. No olvidemos que Zhangmu es el último o el primero (según se mire), de los pueblos de China antes o después de cruzar la frontera nepalí y aquí, como en todas partes, los “enchufes” también funcionan, así que los ciudadanos de la República Popular China se habían de llevar las de ganar con respecto al resto de los huéspedes.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
El dormitorio era muy amplio, lo mismo que el baño, pero ambos se encontraban deteriorados, desangelados y poco aseados. La única ventaja consistía en un enorme ventanal que nos permitía la contemplación de la exuberante vegetación, tan verde como el jade, y de las límpidas aguas descendiendo por las laderas, armoniosa y rítmicamente, como si de un ballet acuático se tratase.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
Anochecía y salimos a pasear con la niebla como compañera. Su húmedo manto cubría ya las cimas de los montes y amenazaba con envolvernos a nosotros también, así que aceleramos el paso y buscamos algún lugar donde cenar. Comprobamos la esencia típicamente fronteriza de Zhangmu, con soldados chinos caminando febrilmente hacia un lado y otro y jóvenes prostitutas a la caza de camioneros y algún que otro turista despistado.
Tras mirar aquí y allá, nos decidimos por un restaurantito chino que estaba contiguo a nuestro hotel. Modesto y de reducidas dimensiones, era, no obstante, pulcro, coqueto y acogedor, así que tomamos mesa enseguida. Unos farolillos hindúes, de tela amarilla y bordados con espejitos, pendían del techo e iluminaban la sala, confiriéndole un aire étnico y desenfadado. El resto de la decoración era sencilla pero correcta.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
El restaurante estaba regentado por un joven matrimonio chino y tenían con ellos al vástago nacido de su unión. El pequeño presidía la sala desde un “corralito” infantil que se hallaba situado en el centro de la misma. Los niños chinos son tratados como auténticos príncipes, sobre todo si son de sexo masculino, debido a la política del hijo único que rige en toda China salvo en la Región Autónoma Tibetana, donde las parejas pueden tener hasta familia numerosa, ya que ello contribuye a la colonización del Tíbet por parte de la etnia Han, que es como se denomina genéricamente allí a los nativos de China.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.
Paradójicamente, las mesas estaban dispuestas con manteles de hilo y cubertería occidental. Hacía mucho tiempo que no comíamos más que con palillos, porque el confucionismo establece que no se pueden utilizar tenedores y cuchillos para ayudar a deglutir los alimentos, ya que si éstos se “hieren”, ellos, los alimentos, devolverán el mal al comensal “hiriéndole” con una mala digestión (como se puede observar, se trata de una filosofía un tanto vengativa).
Después de deleitarnos con una mezcla de sabores de lo más variopinto: entre rollitos de primavera o arroz tres delicias y hamburguesas de yak con patatas fritas, toda una fusión de la comida rápida de Oriente y Occidente, nos retiramos, dispuestos a descansar a como diera lugar, en nuestra desvencijada habitación.
Tíbet y Nepal, Cañón del Río Bhote.






A la mañana siguiente nos encontramos con algún que otro problema que solventamos a base de ingenio y de la experiencia adquirida tras muchos años de frecuentar los más diversos alojamientos: la ducha era sólo de agua fría, de tipo teléfono y para colmo, el flexo presentaba una rotura. Pero a grandes males, grandes remedios y una botella de agua mineral ya vacía, de las de plástico y litro y medio de capacidad, cortada por su parte superior, nos sirvió de ayuda para un aseo de emergencia. No nos preocupaba mucho, porque a mediodía teníamos previsto llegar al Valle de Kathmandú y allí nos instalaríamos en el Hotel Hyatt Regency Kathmandu, uno de los mejores de la zona y me atrevería a decir que de los más bonitos en los que he estado. La ducha o el baño caliente tendrían que esperar hasta que estuviésemos en ese hotel de ensueño.
Tíbet, el pueblo de Zhangmu.
El desayuno iba a tono con la escasa calidad del hospedaje. Una vez en la calle nos encontramos con nuestro conductor, un fornido tibetano (cosa infrecuente, ya que los tibetanos son, por lo general, enjutos) y le saludamos a la manera del país, con un “tashi dalai”; a su lado se encontraba nuestro guía de etnia Han e hicimos lo propio con un “nihao”, que viene a significar “hola” en chino.
Tíbet, Lhasa, servidora posando ante el portal de un patio de vecinos. He de reseñar que durante nuestra estancia en Lhasa, la capital del Tíbet, nos desenvolvimos por nuestra cuenta, sin nadie que nos atase, aun cuando nuestro desconocimiento de las lenguas china y tibetana y la ignorancia por parte de los naturales del idioma anglosajón, dificultasen parcialmente nuestros movimientos. No obstante, una vez fuera de Lhasa, las autoridades gubernamentales chinas obligan a turistas y viajeros a hacerse acompañar por un guía, lo cual no era precisamente de nuestro agrado. El absurdo temor a que los occidentales seamos proclives al regreso del Dalai Lama como jefe del estado tibetano, y que eso promovería su escisión del territorio chino, les hace vernos como potenciales terroristas o cuando menos, enemigos de su régimen, y nos exigen una y otra vez documentaciones y pases oficiales en la infinidad de puestos de control que se encuentran repartidos por todos los rincones del Tíbet.
Tíbet. Monasterio de Samye, en el Valle de Yarlung.
Nos encaminamos hacia el puesto fronterizo chino. Curiosamente las oficinas aduaneras china y nepalí, se hallan enormemente alejadas, separadas ambas por nueve kilómetros de distancia. Los huéspedes del Hotel Zhangmu gozan del beneplácito de las autoridades y apenas han de cumplimentar impresos, mientras que a quienes se alojan en otros hoteles y albergues se les exigen unas credenciales exhaustivas. La aduana china se ubicaba a escasos metros de nuestro hotel, esperamos una breve cola y no tardamos en ser atendidos.
Tíbet, Monasterio de Tashilumpo.
Una vez concluidos todos los trámites, nuestro todoterreno nos transportó hasta el límite permitido, ya que llegado a un punto, mucho antes de alcanzar el Puente de la Amistad que cruza el tumultuoso río Bhote, los vehículos chinos no pueden entrar en Nepal, del mismo modo que los nepalíes también han de quedarse a un buen trecho del otro extremo. Entonces viajeros y equipajes son apeados y multitud de lugareños se aproximan, ávidos de ejercer como porteadores. Peleándose unos con otros, regateando el precio a voz en grito y en medio de un frenético alboroto, arrebatan las maletas y demás bultos a viajeros y turistas, que se quedan anonadados ante tal algarabía. Aquellos hombres cargaban con descomunales fardos y con pesados bártulos sobre su dorso, doblándose ante la magnitud de la carga.
Tíbet, monjes del Monasterio de Sakya.
Nos despedimos de nuestro amable chófer, con quien habíamos compartido casi dos semanas de nuestro periplo, con un “adiós” en tibetano: “kalai shu”, le dijimos, puesto que partíamos, y él respondió: “kalai pie”, que es lo que dicen los que se quedan. Por su parte, el guía chino nos acompañó a pie hasta el puesto fronterizo de Kodari, un infecto y minúsculo pueblo que constituye el primer (o el último, según de dónde se venga) núcleo nepalí. Tíbet, monje del Monasterio de Tashilumpo.
Kodari era un lugar cuya pavimentación no había sido reparada desde hacía mucho tiempo, con lo cual permanece enlodada todo el año, dado que la humedad extrema es una constante en esa tierra regada por infinidad de pequeños saltos de agua. Porteadores, transportistas y viajeros hundían sus pies en el barro durante un par de kilómetros hasta llegar a la oficina aduanera, situada en un barracón, como todas las demás construcciones de tan deficiente poblado. Fue entonces cuando nuestro guía chino nos dejó en manos de otro nepalí que nos ayudó en las diligencias. Una vez en dicha oficina, media docena de funcionarios se encargaban de entregar los impresos y terminar de cumplimentarlos. Las documentaciones habían sido gestionadas previamente, al igual que las chinas, por una compañía especializada en este tipo de permisos que es contratada, a su vez, por los mayoristas de viajes o agencias locales.
Tíbet, banderolas de oración.
Con los visados y autorizaciones en nuestro poder, recorrimos el fangoso trayecto que aún quedaba hasta ser recogidos por el coche que nos estaba destinado. Los pobres mozos que acarreaban nuestro equipaje, al fin pudieron verse libres de su peso y enderezar sus maltrechas espaldas al tiempo que cobraban por el fatigoso trabajo desempeñado.
Nepal, gentes de la pequeña población de Kodari
Continuamos descendiendo el cañón y contemplamos el espectacular paisaje circundante, tan boscoso, tan maravillosamente feraz… y las miserables casuchas y chozas que se apiñaban en las márgenes de la carretera. Sus moradores, casi todos mujeres y niños, se encontraban ante las entradas de las mismas ocupados en tareas de tipo doméstico o en la charla y el juego. Sus vestimentas coloristas y los hermosos rasgos étnicos de los nepalíes, que no corresponden al tronco mongoloide como el chino o el tibetano, sino al indio, nos indicaban que ya nos encontrábamos ante otro pueblo y otra cultura bien diferenciados.
Nepal, gentes del pueblo de Kodari.
Tras algunas horas de viaje, transitando por la ubérrima vega del río Bhote, ante plataneros y toda una muestra de exuberante flora subtropical, nos encontramos con búfalos pastando a su albedrío y rebaños de cabras blancas que llamaron nuestra atención por sus largas orejas.
Nepal, cabra en la vega del río Bhote
Nos sentíamos satisfechos por haber llegado ya a la tierra en la que la leyenda sitúa el nacimiento de Siddhartha Gautama, el Buda Gautama o Sakyamuni (para los tibetanos) un príncipe del clan Gautama nacido en Lumbini, en el reino nepalí de Kapilavastu, en el año 563 antes de nuestra era. Este noble se despojó de todas sus riquezas y fundó una filosofía que terminaría por convertirse en una religión y que se extendería por Asia y hoy en día por la casi totalidad del mundo. A nosotros, no siendo creyentes de ninguna doctrina, nos fascinaba observar el fervor y, a su vez, la tolerancia de los fieles budistas, en contraposición con los de otras creencias.
Nepal, vega del río Bhote.
Nuestro nuevo guía, que sólo nos acompañaría al próximo hotel y que dominaba a la perfección la lengua de Cervantes (no como el anterior, el chino, que se dirigía a nosotros siempre en inglés) nos invitó a realizar una parada ante un chiringuito situado en la orilla de la calzada.
Tíbet, vega del río Bhote.
Desde aquel altozano se divisaba la legendaria ciudad de Kathmandú, enclavada en un amplio valle dominado por los Himalayas. El cielo aparecía cubierto de nubes y la temperatura era suave y agradable, aun estando en pleno estío. Tuvimos la impresión de encontrarnos en nuestra propia casa, dado que, salvando notables diferencias, aquel valle mantenía cierta similitud con el que acoge nuestra ciudad natal: Oviedo. Su verdor, su atmósfera húmeda y nubosa…Sólo la imponente y ciclópea presencia de los Annapurnas revelaba la genuina naturaleza del citado valle, que contiene una suerte de ciudades declaradas como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO y cuyo legado histórico-artístico constituye un tesoro de incalculable valor: Kathmandú, Pashupatinath, Patán y Bhaktapur.
Nepal, el Valle de Kathmandú.
Nos sentamos en un banco al lado del mísero quiosco de madera que hacía las veces de bar y nos tomamos un par de Banana Splitzs hechos con leche de búfala y con los plátanos que crecían en el huerto adyacente. La bancada se orientaba hacia el valle y bajo nuestros pies se hallaba el mentado huerto en el que coexistían los más diversos cultivos: plataneros, manzanos, maíz y… ¡cannabis! No en vano, la Cannabis Sativa o planta del cáñamo cultivada, es oriunda de los Himalayas y aunque existen variedades que se destinan específicamente para usos textiles y alimentarios, otras son empleadas por sus propiedades psicoactivas, utilizando las hojas y flores secas, que constituyen la marihuana o la resina, a la que se ha denominado hachís. Fue por ello que los primeros hippies que visitaron estas exóticas tierras trajeron consigo a occidente no sólo las filosofías y religiones orientales, sino también el consumo de estas sustancias a las que en la actualidad aún se las considera como drogas blandas.
Nepal, el río Bhote.
Los Banana Splitzs estaban francamente deliciosos, aunque al principio sentíamos cierta prevención a tomárnoslos y accedimos a hacerlo por compromiso ante el guía, ya que las condiciones higiénicas no nos parecían las más idóneas, pero afortunadamente, no tuvieron repercusión negativa alguna para nuestra salud.
Nepal, Kathmandú, Durbar Square.
Mi pareja pasó su brazo por mi hombro y acarició mis por entonces trigueños cabellos, ambos nos miramos, sonreímos pletóricos de felicidad y volvimos de nuevo la vista al frente, hacía la impresionante Cordillera de los Annapurnas, los Himalayas más cercanos y después hacia la mítica Kathmandú, el sueño dorado de místicos y bohemios, de montañeros y viajeros en busca de las últimas fronteras. Esa urbe caótica y pintoresca, una de las más hermosas del mundo, nos aguardaba con sus espléndidos templos y palacios de arquitectura newarí, con sus ventanas de madera labradas con minuciosas filigranas y sus vigas decoradas con impúdicas tallas de escenas del Kama Sutra… Pero esa ya será otra historia…
Nepal. Kathmandú, talla erótica de una viga del templo de Viswanath.
Fotografías propias

Este texto es obra de Mayte Dalianegra y ha sido REGISTRADO CON TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS, con el nombre completo de Mayte Llera, prohibida toda copia o reproducción total o parcial sin el permiso de la autora


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sábado, 5 de septiembre de 2009

CUANDO ESTOY CONTIGO


Cuando estoy contigo
el tiempo se detiene,
me despeño en las simas
de tus pupilas
y naufrago en los mares
de mis lágrimas.

Cuando estoy contigo
el mundo no gira,
cabalgas sobre las cimas 
de mis muslos
y me enredo en la hiedra
de tus brazos.

Cuando estoy contigo
el día no amanece,
las palomas de mis manos
vuelan en pos de las tuyas
y me arroba el almíbar de tus besos.

Cuando estoy contigo
la vida me renace,
pues eres tú, amor,
quien me inspira la palabra,
quien me inspira el verso.

(Mayte Dalianegra)

Pintura: "Der kuss" (El beso), 1908, Gustav Klimt

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