Un carro
de oro,
de un amarillo infinito,
inmaculado en su metálica apariencia,
se lleva los despojos de la tarde.
La perspectiva se rinde al horizonte
diseminada en laxitudes,
y una vereda enlodada de crepúsculo
se descompone en los rituales
del fin y del principio.
Ningún minuto vivido es igual a otro,
aunque contengan
exacto número de segundos,
así las piedras se lavan en el llanto
por lo perdido,
por lo que renacerá bajo otras formas
apenas reconocibles,
pues nada vuelve,
aun cuando la muerte del árbol sea un lapso
y de él prenda la llama
que ilumine el camino.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura: “Wharfedale” (1872), John Atkinson Grimshaw
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