Vamps estilizadas
—terrones de azúcar
caramelizados bajo los focos
de los musicales de la RKO—
cimbrean dibujando
caleidoscópicas geometrías,
ostentando el fasto de la seda,
las lentejuelas y el lamé,
mientras el vértigo de un picado
captura la apoteosis del instante.
Galanes de nuca rasurada y mechones
blindados con brillantina
—que combaten su insurgencia sobre la almohada
con redecilla— profetizan un futuro
halagüeño en las bolas de cristal de las burbujas.
El champán y el jazz son las ruedas
del carro de la noche,
y, como trenes de vapor,
boquillas interminables expelen
hilachas de humo azul
que asciende y se trenza.
A la sombra del oropel
de esa luz de tulipa art déco,
un río de desempleados se arremansa
ante la promesa
de un plato caliente,
y los vagones de los mercancías transportan
polizones a la deriva.
En París,
Henry Miller almuerza con frugalidad
merced a la compasión de sus amigos.
En España,
Caín levanta una quijada de asno
y, tras una noche de noviembre,
Alemania
amanece con la fría escarcha de los cristales rotos.
(Mayte Dalianegra)
Pintura: "La chica dorada" (1933), Rolf Armstrong