Dorje, cuyo nombre le fue impuesto en honor del símbolo de la tormenta, ha recorrido la distancia que separa su Gyantsé natal de Lhasa, la Ciudad Santa tibetana, realizando continuas postraciones, una por cada tres pasos, como mandan los antiguos preceptos del budismo tántrico.
Ahora por fin ha consumado su largo periplo y ha alcanzado su ansiada meta. Acaba de entrar en la Plaza del Barkhor y al fondo vislumbra la mítica silueta del Templo del Jokhang, la Tshuglakhang o catedral del Tíbet, recortándose sobre el cielo azul plomizo, coronada por el áureo resplandor del Dharmachakra. Y esa visión ilumina su extenuado rostro con una jubilosa expresión de éxtasis.