De una Cuba malherida a machetazos
por una revolución traicionada,
por el asesinato de un comandante antes del atardecer.
De una isla de palabras perseguidas,
de playas donde la carne se vende dentro del agua,
de balsas donde los hombres ponen toda la esperanza,
de esa ínsula querida, como una fragua candente,
nace el poeta que canta un son a su blanca Habana.
Pedro todavía es el niño chico que juega con el vientre
de una ballena varada en la turquesa que es ese mar,
que enreda los dedos en las algas y el coral,
aunque ahora mira al océano desde el dolor del exilio,
y sus lágrimas le devuelven la memoria antillana, caribeña,
la de aguerridos mambises aferrándose a la tierra,
la de ingenios de caña inmersos en el verdor tropical,
la de deidades paridas en cantos de esclavos yorubas,
la de un malecón de besos,
la de aromas cítricos, de lima y de hierbabuena, de mojito,
la de humo de tabaco liado por unas manos con tiempo,
la del sabor del banano frito aplastado con el puño cerrado,
la del sonido de cláxones de autos de hace décadas
que se mueven por inercia,
o la de voces que cantan son, salsa y otras trovas,
la de mulatas y mulatos
que contonean sus híbridas musculaturas de bronce
en pos del amor de Eros,
la de la Bodeguita del Medio o la del Floridita,
la del ron que quema el aliento y lo perfuma de selva,
la de una siesta esbozada bajo la sombra de una platanera,
y la de las radionovelas abrazado a una madre,
a una Dalia única, que con el final siempre llora.
Pedro, Changó u Obatalá, poderoso orisha
dueño del don del verso,
Pedro, siempre Pedro.
(Mayte Dalianegra)
Pintura: “Jeune homme assis au bord de la mer” (hombre joven sentado al borde del mar), Jean Hippolyte Flandrin (1809 - 1864)