Me llenas la boca de flores
cada vez que me besas,
los oídos y las pupilas
cada vez que pronuncias
o escribes mi nombre,
y la piel incluso cuando sientes mi ausencia
y con firmeza trazas en el aire
el perfil de mi rostro,
como si tus dedos
fuesen los ojos de tu memoria
y supiesen la distancia
que media entre mis sienes.
Me llenas la vida de amor por ella,
llevándome abrazada a tu pecho de gorrión
y elevándome en vuelo
por encima de las nubes,
alejándome de las alimañas
hambrientas de hastío
que se agazapan entre los muros
de grises perennes.
Celoso guardián de las tristezas,
las recluyes bajo cerrojos de sol
y disgregas los azules de sus alquimias letales:
a un lado, el mercurio, pesado y mortífero,
que azoga esos tonos
en espejos de escarcha;
al otro, un límpido azul celeste,
un azul de primaveras y veranos
que induzca
a la omisión de otras estaciones,
a que la fugacidad no sea un eje
y el tiempo se dilate en la flor del cerezo.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura: “Le chevalier aux fleurs” (El caballero de las flores), 1894, Georges Rochegrosse, Musée d'Orsay, París