sábado, 14 de noviembre de 2009

EL CORAZÓN DEL TUAREG I

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Observo la palma de mi mano surcada por un planisferio de líneas: de la vida, de la muerte, del corazón, de la mente… todo un atlas universal de arrugas y pliegues engurruñados, estriados, fruncidos… Montes, circos, valles…una variada orografía que se extiende, escasamente, a lo largo y ancho de una cuarta.

Tomo un puñado de arena y consiento que se escurra por entre mis dedos. Aquilato su peso a medida que va cayendo, atraída por las fuerzas del centro de la Tierra. Esta plúmbea arena es dorada como sus ancestros: la mica y el feldespato, e hija predilecta del translúcido cuarzo. Paso las horas muertas contemplando cómo se desliza, una y otra vez, resbalando furtivamente por las articulaciones de mi diestra.

100_3578A veces, ensimismado en esta nimia tarea, olvido que sobre mi turbante índigo el cielo es más azul y sol más ardiente. Olvido incluso las crestas de las dunas que, como lomos de dragones malheridos, se retuercen convulsamente curvándose cual sierpes; y omito recordar la huella zigzagueante que deja tras de sí la fría víbora al avanzar duna arriba, al retroceder duna abajo…
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¿Dónde estás mi querida patria, mi bien amada? Que no te hallo ni en mis ensoñaciones, que no te encuentro ni en los versículos que leo y releo todos los atardeceres, antes de que el ígneo sol ceda paso a las argénteas estrellas.

Así estoy, absorto, embebido en mis pensamientos, casi en estado de trance, cuando escucho la dulce voz de mi esposa Yassmine, cuyo nombre le fue asignado aludiendo a la blanca flor de intenso y embriagador perfume. No en vano, mi Yassmine era tan arrebatadora como la más fragante de las flores y tan cautivadora como el terciopelo de sus pétalos.

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Ella me llama ahora para que le prepare el té. Todos los días, a diferentes horarios, pero con una mayor calma y sosiego en los momentos que preceden al crepúsculo, yo le escancio un té verde, aromatizado a la menta, hirviente, con una espuma burbujeante que le recuerda la de las olas marinas que un día vio en Essaouira.
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Mi adorada Yassmine no era una nómada como yo. La conocí en un ksar marroquí, al pie de la cordillera del Atlas; una fortaleza roja, de tierra y cal apisonadas, que encerraba a su amparo frescos muros de adobe elevados sobre altas torres. Cuando la vi por vez primera, mi corazón experimentó un vuelco, supe de pronto que el amor había tocado a mi puerta. Era una muchacha frágil y hermosa, de piel lustrosa y azafranada, con los ojos cual luceros y los labios de amapola. Un ligero velo blanco le cubría la testa, sin demasiado cuidado, permitiendo vislumbrar el nacimiento de sus brunos cabellos, engalanados estos con una tiara de monedas de plata y cuentas de ébano que pendían de su frente como se escurre el caudal de un río hecho ya torrente cuando se precipita, cual descontrolada cascada, por insondables abismos.
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Así se despeñaron mi seguridad y mi aliento cuando la tuve ante mí; no pude por más que contenerlo admirado ante la belleza de un rostro tan delicado, de una finura sin parangón alguno. A lo largo de mis por entonces dieciocho años, había visto muchachas con la cara descubierta y a algunas las había encontrado preciosas, pero ninguna como Yassmine, ninguna poseía la esencia de un ser celestial engendrado como humano.
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Era una mujer moderna y avanzada para su época, esta mi Yassmine. Hasta poseía algunos estudios y ejercía de maestra para las niñas y los varoncitos pequeños de la población, aquellos que aún no habían ingresado, por edad o vocación, en una madrasa o escuela coránica. Y es que su carácter también iba parejo con su hermosura: era sensible, bondadosa y abnegada a la par que alegre y candorosa como la flor de la cual portaba el nombre. Frisaba ya los dieciséis años y sin embargo su fuerza interior era la de una mujer madura, mientras que su ingenuidad era la propia de una cándida criatura.
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Recuerdo que Yassmine clavó en mí su mirada según pasé junto a ella, a pie y asiendo las bridas de mi exhausto dromedario. Se fijó sobre todo en mis ojos, que siempre los he tenido profundos y penetrantes, y quizá también llamase su atención mi apostura. Durante mi mocedad y hasta hace bien poco, lucía una figura gallarda y apolínea. Mi buena talla y fortaleza física solían atraer hacia mi persona el interés de las féminas de toda raza y condición. No obstante, era una verdadera lástima que, debido a las tradiciones inherentes a mi origen étnico, hubiera de llevar siempre en público el rostro embozado y se perdieran las mujeres gozar del viril atractivo de mis rasgos, máxime cuando mi boca era realmente agraciada, tanto por los labios carnosos y bien trazados, como por la dentadura que escondía: nívea y correctamente alineada. Remataban la gracia de mis facciones, unos pómulos marcados y un óvalo armonioso, concluido este en un mentón partido que me proporcionaba un aire aún más masculino si cabía. Como ya digo, la pena es que tales encantos permaneciesen ocultos a las miradas femeninas, si bien mis ojos, subrayados sempiternamente con la negrura del khol, y mi porte donoso, ya de por sí las atraían. Y eso me congratulaba enormemente, pues a pesar de los preceptos religiosos, mi corazón se azoraba ante la presencia de una mujer bella, solo intuir su silueta bajo los vaporosos velos, presentir sus formas desnudas apenas rozadas por la suavidad de la liviana tela y la sangre me hervía en las venas con el frenesí de un alazán a punto de montar una yegua.
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Siempre he sido un macho ardiente, aunque, desde que el cielo me concedió la ventura de conocer a la que después sería mi mujer, nunca más volví a desear a hembra alguna que no fuese ella. Me sobrecogía de tal manera ante la visión de su cuerpo desnudo: menudo, sensual y voluptuoso, que todo mi universo giraba en torno suyo. Yassmine era mi hurí en la Tierra, no precisaba morirme y ascender al Paraíso para gozar de ella. Allí la tenía, ante mí, la más sublime de las beldades, con aquella sonrisa untuosa, de manteca y miel, que me derretía, que me convertía en su manso esclavo cada vez que acariciaba su sedosa piel o besaba sus turgentes pechos, coronados por oscuras y grandes areolas que festoneaban los apuntados pezones.
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Ya desde el primer encuentro, desde que coincidimos bajo la puerta de la muralla de su Ksar, y nuestros ojos se cruzaron, supe que aquella joven, casi una niña, sería para mí. Y desde entonces luché contra todo y contra todos por conseguirla, teniendo siempre en mi mente el deseo vivo de hacerla mía en cuanto pudiese desposarla, pues por nada pretendía yo, amándola como la amaba, deshonrarla.100_3557
A partir del inicio de nuestra relación, comencé a imaginármela libre de velos y ropajes y fantaseaba, con lujuria desmedida, con encontrarme yaciendo entre sus cálidos y húmedos muslos, bañado en sudor y poseyéndola una y otra vez, apasionadamente, al ritmo de mi jadeante respiración o libando con fruición el sabroso néctar que manaba de sus entrañas merced a nuestra desorbitada concupiscencia. Mi mente y mi cuerpo llegaban a tal extremo de excitación cuando estaba en su presencia, que me costaba refrenarme, e, incapaz de hacerlo, acudía a trucos varios para escapar a mi libidinoso estado y reducir en lo posible la desmesurada lubricidad que su sola visión me provocaba, avergonzado ante ella de presentar tales indicios de lascivia e impudicia.
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Algunos de aquellos trucos consistían en recurrir a inocentes recuerdos pueriles, tales como contar mentalmente los camellos de mi padre o recordar las mil y una peripecias acontecidas durante mi infancia. Cuando todo esto fallaba, recurría a la religión como contrapunto a la expresa carnalidad de mi deseo y repasaba las palabras que había escuchado en el último sermón del imán de turno, dado que un nómada como yo acudía acá y acullá a la mezquita que tuviese más cercana...
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Continuará…


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Las fotografías fueron obtenidas durante mi último viaje a Marruecos, en el verano del 2009