Marrakech,
doncella de piel rosada.
Ciñe tu vientre de odalisca
un cinturón de murallas
pergeñadas por el mismo Dédalo.
Tu medina es un velo diáfano
atravesado por el viento de un pasado
tan glorioso como esos alminares
que son lanzas hiriendo el cielo.
Derretidos los adobes de tu Plaza
por el fuego primigenio del sol
—bajo los pies de los cuentacuentos
y las panzas de las cobras que danzan airadas—,
refulges en el latón espejuelado
que labra el orfebre diestro
en el manejo del buril y del cincel.
Marrakech,
doncella de piel rosada.
Pudorosa,
te ocultas en la intimidad
de patios
que son vergeles.
Riads
que son oasis
de frescura esmeraldina,
donde tintinea la música de unas fuentes
cuyas aguas se remansan en albercas,
arrullando a mariposas y libélulas.
Embalsaman el ambiente,
con su aroma,
azahares de purísima esencia,
el meloso azúcar del jazmín,
el tomillo, la menta, la hierbabuena,
el almizcle hormonado, penetrante,
el cedro y el sándalo taraceados,
y las exóticas especias, que en tus zocos,
se entreveran con el gentío abigarrado.
Y más allá de tu ombligo, en el Guéliz,
entre muros de un azul profundo, abisal,
laten las entrañas de un edén feraz,
una cromática bengala envuelta
en buganvillas y palmeras,
un paraíso idílico, de patrón humano,
de caleidoscópica evocación.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Pintura: "La favorita", Luis Ricardo Falero