Tú, que me lees,
posiblemente no sepas lo que es la tristeza,
en cuyo caso debes sentir agradecimiento.
Es algo prodigioso,
de una fuerza sobrenatural
superior a las de Hércules y Sansón
aunando sudores.
Una fuerza imantada
más perseverante que la gravedad terrestre
y más inteligente que lo fueran
Isaac Newton y Albert Einstein juntos,
pues es capaz, por sí misma,
de inducirte a realizar un viaje
a través del Gran Cañón del Colorado
—con esa magnificencia cromática
con la que solo la tierra,
en sacra compaña con el cielo y el agua,
puedan combinarse—,
para finalizar tan solemne peregrinaje
saltando al vacío.
O puede ser capaz, también,
de invitarte a un ágape
cuyas suculencias incluyan la cicuta
entre las ensaladas.
Es una gran señora la tristeza,
se cubre la cabeza con sombrero
emplumado de avestruz,
como la Catrina que pintara Diego Rivera,
pero no sonríe como esta,
ni ondula la boa de plumas
de quetzal
sobre los hombros huesudos,
pues es osamenta desprovista
de la gracia de una vida ulterior.
Nada en ella habita,
es una existencia vacua,
difunta desde el mero momento de su concepción.
Pero en este día de espléndidos soles
me despido de ella:
adiós, tristeza, adiós, ya en nada me puedes,
ya no me desbordas,
ni en ningún rincón me anidas.
(Mayte Llera, Dalianegra)
Ilustración de Wladyslaw Theodor Benda para la revista “Life-Theatre” en su número 5 de octubre de 1922